EL DESEADO DE LAS NACIONES
Introducción
Lamentamos que trece lecciones en un trimestre no sean suficientes para estudiar todo lo que el libro de Isaías puede enseñarnos sobre el plan de redención. El estudio de los capítulos 59 al 61, y luego lo que queda del libro en la siguiente lección, es insuficiente para que podamos analizar en detalle todo lo que Dios nos quiere comunicar sobre lo que queda, de ahora en más, para el cumplimiento de su plan en relación al hombre. Recomendamos una lectura cuidadosa del libro de Isaías acompañada del comentario elaborado por el Dr. S. J. Schwantes en su libro Isaías, O Profeta do Evangelho (Isaías, el profeta evangélico). Tendríamos así una visión más detallada de los mensajes que Dios envió a su pueblo en el pasado, en momentos de crisis, y cómo El quiere hoy preparar a su pueblo para la crisis por la cual su iglesia está atravesando, y cuya intensidad aumentará antes del fin del tiempo.
Aunque seamos salvos por gracia, mediante la fe, debemos estar conscientes de que seremos juzgados por las obras que hemos practicado, pues estas indican si hemos aceptado la gracia, y así abandonado los pecados y entrado en una vida de obediencia, dejando de quebrantar la santa Ley de Dios. Eso podrá lograrse a través de una íntima comunión con Dios, en respuesta de amor al inmenso sacrificio demostrado en la cruz del Calvario.
Dios no deja las cosas por la mitad. El completará la obra que se ha propuesto, santificando y glorificando a su pueblo, el remanente, y destruyendo y aniquilando el mal en el Universo. El último acto de amor de Dios para con los impenitentes será su destrucción, un extraño acto de Dios.
Los efectos del pecado
En la lección anterior hemos verificado que el pueblo argumentaba con Dios porque El no atendía a sus esfuerzos demostrados mediante ceremonias y ritos, dando el pueblo la impresión de que era fervoroso y sincero en su intención de buscar a Dios. Ahora, Dios hace más clara la verdadera razón de la aparente falta de atención para con las actividades de su pueblo. Esta lección es muy importante para nosotros, en la actualidad, en estos últimos días. Debemos verificar si los motivos de la demora de Dios en llevar a cabo el final de su plan no están siendo los mismos motivos que impedían a Dios derramar sus bendiciones en plena medida en el pasado.
No fue a causa de la impotencia de Dios que las oraciones no eran escuchadas, ni las promesas dejaban de ser cumplidas. El problema yacía en lo profundo del corazón. El pecado es el único factor que separa a los hombres de Dios. El no puede concordar con el pecado, pues es perfecto, inmaculado, absolutamente puro.
Hasta el versículo quince del capítulo cincuenta y nueve, se hace una lista declarando el verdadero estado espiritual en que se hallaba el pueblo. El pecado provoca la separación de Dios. O apartamos el pecado de nosotros mediante la gracia de Cristo y su poder, o el pecado nos aparta de Dios. No hay un término medio. “Quien conmigo no recoge, desparrama”. No podemos permanecer “sobre la pared divisoria” en una política de buenas relaciones con la maldad. En la actualidad es frecuente que siempre busquemos una “alternativa”. Pero la única solución, para Dios, es abandonar el pecado, y toda provisión para eso ya fue hecha en la cruz.
La verdad es que, en lo profundo de nuestro corazón, no queremos dejar el pecado, pues gustamos de él. Debemos entender que el pecado nos aparta de Dios, y no que aparta a Dios de nosotros. El Señor permanece en el mismo lugar, esperando con amor y con los brazos abiertos nuestro regreso. Debemos entender que el pecado es un acto de rebelión hacia Dios, y debe ser desarraigado completamente de nuestro corazón. Nuestros actos indicarán lo que hay en nuestro corazón. Debemos vigilar nuestros pensamientos, nuestra voluntad, nuestros inclinaciones, hasta nuestras acciones, y verificar si están de acuerdo con los principios divinos.
O estamos en armonía con el mundo, o estamos en armonía con Dios y el resto del Universo. Si entendemos que nuestra tierra es el único rincón del inmenso Universo que se encuentra en rebelión, una vez que el mal ya haya sido barrido, veremos que, a fin de traer nuevamente al Universo pleno a la perfección original, sólo le queda a Dios destruir el pecado y los pecadores para siempre.
Hay, sin embargo, un detalle que no podemos olvidar. No sirve para nada buscar una solución por nosotros mismos. Dependemos directamente de la acción de Dios en nosotros. Cristo en ti, y tú en Cristo son dos figuras que nos enseñan esta verdad.
¿Quién es perdonado?
Al concederle libre albedrío a nuestros primeros padres en el Edén, Dios se impuso a si mismo una limitación. Parte de su libertad El se la concedió al hombre, y le cabe a éste aceptarlo, o no, como Señor Soberano de su vida. Quien quiera aceptar el perdón ofrecido gratuitamente, obtiene este favor de parte de Dios. Quien no lo quiere, le impone límites a Dios, toda vez que El respeta la voluntad del hombre. Lo que queda al hombre por hacer, luego de que el pecado es cometido, es arrepentirse. Aun más: el arrepentimiento no es sólo una acción, debe ser un estado verdaderamente permanente, pues vivimos pecando. Vivir por la fe implica aceptar constantemente la intercesión del Hijo de Dios y su sacrificio hecho en mi favor. Ese proceso es lo que va erradicando gradualmente el pecado de la vida. Es mediante la aplicación constante de los méritos de Cristo en nuestra vida que vamos siendo purificados.
Es por la continuidad del acto inicial –recibir por fe el perdón– que vamos manteniéndonos en un estado de gracia y perdón. La Ley, o las obras de la Ley, no nos salvan, pues todos somos pecadores, la esencia del mal no puede corregirse mediante la obediencia, sino por el poder de Cristo que ya pagó la penalidad. Es el pago de esa penalidad que trae justicia, y que nos da el derecho de pedirle perdón a Dios por nuestros pecados.
Para que entendamos cuán grande es el amor de Dios por los pecadores, debemos estar conscientes de que “Tan ciertamente como nunca hubo un tiempo cuando Dios no existiera, así tampoco nunca hubo un momento cuando no fuera el deleite de la mente eterna el manifestar su gracia a la humanidad” [Elena G. de White, Signs of the Times, 12 de junio, 1901; citado en Comentario Bíblico Adventista, tomo 7, p. 947].
El espíritu de perdón y reconciliación es parte integrante del carácter de Dios. Dios no es responsable del surgimiento del mal en el Universo, pero sí es responsable por la posibilidad de que permanezca el pecado, ya que El creó seres morales libres. Y esta responsabilidad que El la asumió enviando a su propio Hijo a fin de pagar el precio de la redención. Dios no esquivó su responsabilidad. Ahora únicamente nos queda aceptar, mediante el ejercicio de nuestra libre y espontánea voluntad el que El retire de nuestra vida todo resquicio de maldad y pecado. “Purifícame”; “lávame”; “crea en mí un corazón limpio”; “renuévame”; “no retires tu santo Espíritu de mi”; “no me dejes”, deberían ser los gritos constantes de nuestro corazón.
Ahora todo depende de la voluntad humana. Toda provisión ya fue hecha por Cristo. Ahora sólo le resta al hombre aceptar ser perdonado. “Señor, creo, ayuda a mi falta de fe”, debería ser nuestro anhelo y el ruego de nuestro corazón.
“En este mundo, Satanás tuvo una oportunidad para demostrar el resultado de llevar a cabo sus principios de no tener en cuenta ninguna ley, y Cristo, con su obediencia inalterable a los mandamientos de su Padre, puso de manifiesto el resultado de practicar los principios de la justicia” [Elena G. de White, Mensajes Selectos, tomo 1, p. 409]. De forma semejante, debemos hoy demostrar la validez y la superioridad del acto de obedecer a los principios divinos expresados en la Ley de Dios. Al ver los resultados en la vida de los cristianos, el mundo tendrá oportunidad de ver la falacia de los principios satánicos y así convertirse a Dios. Contra los hechos, no hay argumentos.
Apelación universal
Por la manera distinta en que viven, los hijos de Dios pueden predicar y testificar acerca de manera más eficiente los principios del Evangelio. La iglesia de Dios debe hacerse una señal orientada a la salvación del mundo. Dios quiere mostrar mediante la vida de su pueblo lo que sucedería si todos se arrepintiesen y aceptasen el plan de salvación.
A la Iglesia le cabe levantarse y resplandecer donde está y así iluminar al mundo mediante la predicación en la vida práctica. No hay nada que esconder. Todo debe ser observado y comprendido de acuerdo a la luz de Dios, de su comprensión, pues El es la Luz, y esta Luz debe ser reflejada por su pueblo.
Las tinieblas cubren la tierra, y el pueblo que tiene la Luz debe ponerla en un lugar visible para que ella ilumine al mundo. “Para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:16).
Dios deseaba hacer de su pueblo Israel una alabanza y una gloria. […] Su obediencia a las leyes de Dios iba a hacer de ellos maravillas de prosperidad entre las naciones del mundo” [Elena G. de White, Testimonios Selectos, tomo 4, p. 313]. Aunque el pueblo de Israel haya fracasado en este propósito divino, Dios promete que su obra será llevada a cabo sobre la tierra. Esto quiere decid que, a través de nuestro intermedio, El quiere cumplir este plan. A nosotros, a los que creemos ser la última generación antes de la venida de Cristo, se nos hace esta pregunta: “¿Quién quiere que Dios haga esa obra por medio de él?” Eso únicamente se logrará si procuramos atenernos, por amor a El y a su Evangelio, a una obediencia estricta a la Santa Ley de Dios.
“El año de la buena voluntad de Jehová”
¿Qué es el “año de la buena voluntad de Jehová”? Cuando Jesús cierto sábado leyó el capítulo sesenta y uno de Isaías en su primer versículo y el comienzo del segundo, deliberadamente dejó de lado el resto del segundo versículo. El fue enviado a anunciar la salvación y no la perdición del mundo. El día de la ira deberá ser decidido por cada persona mediante su libre elección.
Al decir “Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros”, El dio inicio al tiempo del año de la buena voluntad del Señor. Desde aquél tiempo en adelante, el reino de Dios debía ser proclamado al mundo, dándole oportunidad a los hombres de arrepentirse y haciendo realidad la salvación mediante la persona de Cristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Cuando Cristo inició su ministerio fue ése el cumplimiento de la promesa. Antes de Cristo, fe en la promesa; después de Cristo, fe en el cumplimiento, en la puesta a cabo de las promesas.
Por lo tanto a nosotros nos cabe hoy la proclamación del cumplimiento de esta promesa en Cristo Jesús. Hoy, aquí, y ahora, podemos tener experimentar el hecho de que la salvación no es solamente una promesa.
Como pueblo, como Iglesia, somos responsables por la salvación del mundo en el sentido de anunciar, predicar, proclamar, gritar a voz en cuello, que este planeta será destruido por fuego y que éste consumirá al pecado y a los pecadores, “para que anunciéis las virtudes de Aquél que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9).
Dios salva a su pueblo, no como un fin en si mismo, sino con un propósito: utilizarlo para salvar a otros. El espera que cumplamos con esta misión.
Hay todavía un factor que debemos tener en mente. Cuando los discípulos recibieron la comisión de ir a predicar a todo el mundo, no debían salir sin primero esperar el poder para hacerlo. “Yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros, pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén hasta que seáis investidos de poder de lo alto” (Lucas 24:49). La predicación del Evangelio sin el poder del Espíritu Santo será árida e insulsa como cualquier conferencia técnica o una teoría científica lo es para un analfabeto. ¡Que Dios nos llene con este poder!
El “año de la buena voluntad de Jehová” es ahora. Cristo está todavía en el Santuario Celestial intercediendo a favor de los pecadores. Es está anhelante de aceptar a cualquier pecador arrepentido y envolverlo en sus brazos de amor.
La obra que Cristo vino a realizar es la de erradicar el mal del Universo y no solamente quitar el pecado del mundo. Las implicancias de esto son muy amplias. Quitando el pecado del Universo, Cristo alcanza un objetivo más amplio: quitar toda duda en cuanto al hecho de que haya alguna posibilidad de que pecado surja nuevamente en cualquier ser inteligente del Universo. “Porque para esto se ha manifestado el Hijo de Dios: para deshacer las obras del diablo” (1 Juan 3:8).
Ante esto tenemos únicamente dos opciones: o cedemos al poder del mal y aceptamos gustosos el plan divino.
“Cediendo al pecado, el hombre puso su voluntad bajo el control de Satanás. Se convirtió en un cautivo impotente en el poder del tentador. Dios envió a su Hijo a nuestro mundo a fin de acabar con el poder de Satanás y liberar la voluntad del hombre. Lo envió para proclamar libertad a los cautivos y liberar a los oprimidos. Derramando todas las riquezas del Cielo sobre este mundo, y dándonos, a través de Cristo, el Cielo entero, Dios compró la voluntad, las inclinaciones, la mente, el alma de todo ser humano. Cuando el hombre se pone bajo el dominio de Dios, la voluntad se hace firme y fuerte para hacer lo que es correcto, el corazón es purificado de egoísmo, y lleno con amor cristiano. El espíritu se rinde ante la autoridad de la Ley de amor, y todo pensamiento es llevado en cautiverio a la obediencia de Cristo” [Nuestra elevada vocación, Meditaciones Matinales 1962, p. 102].
El “día de la venganza del Dios nuestro”
A la vez que Dios nos concede el “año de la buena voluntad”, también determina un “día de la venganza”. Por siglos, nos encontramos todavía en el año “de la buena voluntad”, pero llegará finalmente el día de la ira de Dios, en el cual dará cuenta del mal. Hay un límite de tiempo para la posibilidad de arrepentimiento; un límite de tolerancia para Dios. O destruye, o deja de ser justo. La justicia exige reparación y cuando no hay posibilidad de arreglo, la única solución es el aniquilamiento, la destrucción.
Debemos entender que quien determina estos límites es Dios, y no el hombre. Solamente el Soberano del Universo, que es Omnisciente, puede saber cuando la predicación del Evangelio no tendrá más efecto sobre el corazón de los hombres. Debemos, por lo tanto, esperar hasta que El decida dar por finalizada la tragedia del pecado. Si, por un lado, tenemos un rol que desempeñar en la tarea de acercar el reino de Dios al corazón de los hombres a través de la predicación al mundo por todos los medios posibles, por el otro lado, únicamente Dios puede decidir el final de los tiempos. Dejemos que El decida hasta cuándo durará el tiempo. El será quien dirá “Consumado es”.
Es interesante notar el hecho de que, cuando Jesús leyó la Escritura de Isaías en la sinagoga de Capernaum, deliberadamente omitió el resto del versículo dos del capítulo sesenta y uno, “el día de la venganza de Jehová”. Aún no había llegado el tiempo de ajuste de cuentas, pues el “año de la buena voluntad” recién estaba comenzando. ¡Qué maravillosa es la misericordia divina! Ya nos está concediendo dos milenios de tiempo para que el pecador se arrepienta. Dios dio, da y dará oportunidades para que los pecadores se arrepientan, mientras exista una esperanza de arrepentimiento. ¿Hasta cuándo? No lo sabemos. Sin embargo, debemos confiar que El no permitirá que nadie que aún pueda arrepentirse quede del lado de afuera del redil de la salvación.
El límite de tiempo es determinado por Dios, pero también debemos determinar el tiempo para nosotros. Ya sea que el pecador abra o cierre la puerta del corazón, él estará determinando su propio tiempo. El rechazo a los constantes llamados divinos causa un entorpecimiento en los sentidos que impiden ver claramente la verdadera situación en la que nos encontramos. “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” es el mensaje para cada uno de nosotros. El “día de la venganza” de nuestro Dios será el terrible día en que destruirá a todos los pecadores impenitentes que sellaron su suerte para el lado del mal. Si, por un lado, Cristo predicó la salvación, libertad, alivio de los sufrimientos, el amor inconmensurable y la misericordia, por el otro El dijo que la justicia y el castigo sobrevendrán (Mateo 25:46).
“En sus enseñanzas Cristo procuró impresionar a los hombres con la certeza del juicio venidero y con su notoriedad. No es el juicio de unos pocos individuos o siquiera de una nación, sino de un mundo entero de inteligencias humanas, de seres responsables. Se ha de sostener en presencia de otros mundos que el amor, la integridad y el servicio del hombre para Dios pueden ser honrados hasta el más alto grado. No habrá falta de gloria y honor. . . La ley de Dios se revelará en su majestuosidad; y los que hayan permanecido en desafiante rebelión contra sus santos preceptos comprenderán que esa ley que no tomaron en cuenta y menospreciaron y pisotearon es la norma de Dios para el carácter…”
“En este puntito que es el mundo, el universo celestial ha de manifestar el mayor interés, porque Jesús pagó un precio infinito por el alma de sus habitantes…”
“Dios dispuso que el Príncipe de los sufrientes en su condición humana fuera el juez de todo el mundo. Aquel que vino de las cortes celestiales para salvar al hombre de la muerte eterna…; Aquel que se sometió para ser procesado ante un tribunal terreno; y que sufrió la ignominiosa muerte de la cruz, pronunciará él solo la sentencia de recompensa o castigo. Aquel que se sometió aquí al sufrimiento y la humillación de la cruz, en el consejo de Dios tendrá la más plena compensación, y ascenderá al trono reconocido por todo el universo celestial como el Rey de los santos… En el día del castigo y la recompensa finales, tanto los santos como los pecadores reconocerán en Aquel que fue crucificado al Juez de todos los vivientes”.
“Se nos ha dado el tiempo de prueba, se nos han concedido oportunidades y privilegios para que afirmemos nuestro llamamiento y nuestra elección. Cuánto deberíamos estimar el tiempo precioso y aprovechar cada talento que Dios nos ha dado, para que seamos mayordomos fieles con nosotros mismos y mantengamos nuestras almas en el amor de Dios (Review and Herald, 22 de noviembre, 1898)”. [Elena G. de White, En los lugares celestiales, Meditaciones Matinales 1968, p. 360]
¡Qué solemne será el día de la decisión final!
El último acto de amor de Dios para con los impíos será su completa destrucción, su aniquilamiento, su “vuelta a la nada” total: “ni raíz, ni rama”. La “venganza” de Dios es la plena reivindicación de su carácter de amor ante el Universo. Ahí sí, habrá muerte eterna por amor al bien y a la justicia.
Hoy podemos, y debemos, ver al Invisible a través del cuadro pintado por la Palabra de Dios que excita y promueve nuestra imaginación y –mediante la fe– ver “lo que ojo no vio, ni oído oyó…”
Solemne es la advertencia para nosotros hoy: “Y todo aquél que tiene esta esperanza en Él, se purifica a sí mismo, así como Él es puro” (1 Juan 3:3). ¿No quieres tú, apreciado lector, decidirte a buscar la pureza por encima de todas las cosas, para así ser semejante a El?
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