LA
LEPRA era la más temida de todas las enfermedades conocidas en el Oriente. Su
carácter incurable y contagioso y sus efectos horribles sobre sus víctimas
llenaban a los más valientes de temor. Entre los judíos, era considerada como
castigo por el pecado, y por lo tanto se la llamaba el "azote," "el dedo de
Dios." Profundamente arraigada, imposible de borrar, mortífera, era considerada
como un símbolo del pecado. La ley ritual declaraba inmundo al leproso. Como si
estuviese ya muerto, era despedido de las habitaciones de los hombres. Cualquier
cosa que tocase quedaba inmunda y su aliento contaminaba el aire. El sospechoso
de tener la enfermedad debía presentarse a los sacerdotes, quienes habían de
examinarle y decidir su caso. Si le declaraban leproso, era aislado de su
familia, separado de la congregación de Israel, y condenado a asociarse
únicamente con aquellos que tenían una aflicción similar. La ley era inflexible
en sus requerimientos. Ni aun los reyes y gobernantes estaban exentos. Un
monarca atacado por esa terrible enfermedad debía entregar el cetro y huir de la
sociedad.
Lejos de sus amigos y parentela, el leproso debía llevar la
maldición de su enfermedad. Estaba obligado a publicar su propia calamidad, a
rasgar sus vestiduras, y a hacer resonar la alarma para advertir a todos que
huyesen de su presencia contaminadora. El clamor "¡Inmundo! ¡inmundo!" que en
tono triste exhalaba el desterrado solitario, era una señal que se oía con temor
y aborrecimiento.
En la región donde se desarrollaba el ministerio de
Cristo, había muchos enfermos tales a quienes les llegaron nuevas de la obra que
él hacía, y vislumbraron un rayo de esperanza. Pero desde los días del profeta
Eliseo, no se había oído nunca que sanara una persona en quien se declarara esa
enfermedad. No se atrevían a esperar que Jesús hiciese por ellos lo que por 228
nadie había hecho. Sin embargo, hubo uno en cuyo corazón empezó a nacer la fe.
Pero no sabía cómo llegar a Jesús. Privado como se hallaba de todo trato con sus
semejantes, ¿cómo podría presentarse al Sanador?
Y además, se preguntaba
si Cristo le sanaría a él. ¿Se rebajaría hasta fijarse en un ser de quien se
creía que estaba sufriendo un castigo de Dios? ¿No haría como los fariseos y aun
los médicos, es decir, pronunciar una maldición sobre él, y amonestarle a huir
de las habitaciones de los hombres? Reflexionó en todo lo que se le había dicho
de Jesús. Ninguno de los que habían pedido su ayuda había sido rechazado. El
pobre hombre resolvió encontrar al Salvador. Aunque no podía penetrar en las
ciudades, tal vez llegase a cruzar su senda en algún atajo de los caminos de la
montaña, o le hallase mientras enseñaba en las afueras de algún pueblo. Las
dificultades eran grandes, pero ésta era su única esperanza.
El leproso
fue guiado al Salvador. Jesús estaba enseñando a orillas del lago, y la gente se
había congregado en derredor de él. De pie a lo lejos, el leproso alcanzó a oír
algunas palabras de los labios del Salvador. Le vio poner sus manos sobre los
enfermos. Vio a los cojos, los ciegos, los paralíticos y los que estaban
muriendo de diversas enfermedades, levantarse sanos, alabando a Dios por su
liberación. La fe se fortaleció en su corazón. Se acercó más y más a la
muchedumbre. Las restricciones que le eran impuestas, la seguridad de la gente,
y el temor con que todos le miraban, todo fue olvidado. Pensaba tan sólo en la
bendita esperanza de la curación.
Presentaba un espectáculo repugnante.
La enfermedad había hecho terribles estragos; su cuerpo decadente ofrecía un
aspecto horrible. Al verle, la gente retrocedía con terror. Se agolpaban unos
sobre otros, en su ansiedad de escapar de todo contacto con él. Algunos trataban
de evitar que se acercara a Jesús, pero en vano. El ni los veía ni los oía. No
percibía tampoco sus expresiones de horror. Veía tan sólo al Hijo de Dios. Oía
únicamente la voz que infundía vida a los moribundos. Acercándose con esfuerzo a
Jesús, se echó a sus pies clamando: "Señor, si quieres, puedes
limpiarme."
Jesús replicó: "Quiero: sé limpio," y puso la mano sobre él.
Inmediatamente se realizó una transformación en el 229 leproso. Su carne se
volvió sana, los nervios recuperaron la sensibilidad, los músculos, la firmeza.
La superficie tosca y escamosa, propia de la lepra, desapareció, y la reemplazó
un suave color rosado como el que se nota en la piel de un niño
sano.
Jesús encargó al hombre que no diese a conocer la obra en él
realizada, sino que se presentase inmediatamente con una ofrenda al templo.
Semejante ofrenda no podía ser aceptada hasta que los sacerdotes le hubiesen
examinado y declarado completamente sano de la enfermedad. Por poca voluntad que
tuviesen para cumplir este servicio, no podían eludir el examen y la decisión
del caso.
Las palabras de la Escritura demuestran con qué urgencia Cristo
recomendó a este hombre la necesidad de callar y obrar prontamente. "Entonces le
apercibió, y despidióle luego. Y le dice: Mira, no digas a nadie nada; sino ve,
muéstrate al sacerdote, y ofrece por tu limpieza lo que Moisés mandó, para
testimonio a ellos." Si los sacerdotes hubiesen conocido los hechos relacionados
con la curación del leproso, su odio hacia Cristo podría haberlos inducido a dar
un fallo falto de honradez. Jesús deseaba que el hombre se presentase en el
templo antes de que les llegase rumor alguno concerniente al milagro. Así se
podría obtener una decisión imparcial, y el leproso sanado tendría permiso para
volver a reunirse con su familia y sus amigos.
Jesús tenía otros objetos
en vista al recomendar silencio al hombre. Sabía que sus enemigos procuraban
siempre limitar su obra, y apartar a la gente de él. Sabía que si se divulgaba
la curación del leproso, otros aquejados por esta terrible enfermedad se
agolparían en derredor de él y se haría correr la voz de que su contacto iba a
contaminar a la gente. Muchos de los leprosos no emplearían el don de la salud
en forma que fuese una bendición para sí mismos y para otros. Y al atraer a los
leprosos en derredor suyo, daría ocasión de que se le acusase de violar las
restricciones de la ley ritual. Así quedaría estorbada su obra de predicar el
Evangelio.
El acontecimiento justificó la amonestación de Cristo. Una
multitud había presenciado la curación del leproso, y anhelaba conocer la
decisión de los sacerdotes. Cuando el hombre volvió 230 a sus deudos, hubo mucha
agitación. A pesar de la recomendación de Jesús, el hombre no hizo ningún
esfuerzo para ocultar el hecho de su curación. Le habría sido imposible en
verdad ocultarla, pero el leproso publicó la noticia en todas partes.
Concibiendo que era solamente la modestia de Jesús la que le había impuesto esa
restricción, anduvo proclamando el poder del gran Médico. No comprendía que cada
manifestación tal hacía a los sacerdotes y ancianos más resueltos a destruir a
Jesús. El hombre sanado consideraba muy precioso el don de la salud. Se
regocijaba en el vigor de su virilidad, y en que había sido devuelto a su
familia y a la sociedad, y le parecía imposible dejar de dar gloria al Médico
que le había curado. Pero su divulgación del asunto estorbó la obra del
Salvador. Hizo que la gente acudiese a él en tan densas muchedumbres, que por un
tiempo se vio obligado a suspender sus labores.
Cada acto del ministerio
de Cristo tenía un propósito de largo alcance. Abarcaba más de lo que el acto
mismo revelaba. Así fue en el caso del leproso. Mientras Jesús ministraba a
todos los que venían a él, anhelaba bendecir a los que no venían. Mientras
atraía a los publicanos, los paganos y los samaritanos, anhelaba alcanzar a los
sacerdotes y maestros que estaban trabados por el prejuicio y la tradición. No
dejó sin probar medio alguno por el cual pudiesen ser alcanzados. Al enviar a
los sacerdotes el leproso que había sanado, daba a los primeros un testimonio
que estaba destinado a desarmar sus prejuicios.
Los fariseos habían
aseverado que la enseñanza de Cristo se oponía a la ley que Dios había dado por
medio de Moisés; pero la orden que dio al leproso limpiado, de presentar una
ofrenda según la ley, probaba que esa acusación era falsa. Era suficiente
testimonio para todos los que estuviesen dispuestos a ser
convencidos.
Los dirigentes de Jerusalén habían enviado espías en busca
de algún pretexto para dar muerte a Cristo. El respondió dándoles una muestra de
su amor por la humanidad, su respeto por la ley y su poder de librar del pecado
y de la muerte. Así testificó acerca de ellos: "Pusieron contra mí mal por bien,
y odio por amor." El que desde el monte dio el precepto: "Amad a vuestros
enemigos," ejemplificó él mismo este 231 principio, "no volviendo mal por mal,
ni maldición por maldición, sino antes por el contrario, bendiciendo."
Los mismos sacerdotes que habían condenado al leproso al destierro,
certificaron su curación. Esta sentencia, promulgada y registrada públicamente,
era un testimonio permanente en favor de Cristo. Y como el hombre sanado quedaba
reintegrado a la congregación de Israel, bajo la garantía de los mismos
sacerdotes, de que no había en él rastro de la enfermedad, venía a ser un
testigo vivo a favor de su Benefactor. Con alegría presentó su ofrenda y ensalzó
el nombre de Jesús. Los sacerdotes quedaron convencidos del poder divino del
Salvador. Tuvieron oportunidad de conocer la verdad y sacar provecho de la luz.
Si la rechazaban, se apartaría de ellos para no volver nunca. Muchos rechazaron
la luz, pero no fue dada en vano. Fueron conmovidos muchos corazones que por un
tiempo no dieron señal de serlo. Durante la vida del Salvador, su misión pareció
recibir poca respuesta de amor de parte de los sacerdotes y maestros; pero
después de su ascensión "una gran multitud de los sacerdotes obedecía a la
fe."
La obra de Cristo al purificar al leproso de su terrible enfermedad
es una ilustración de su obra de limpiar el alma de pecado. El hombre que se
presentó a Jesús estaba "lleno de lepra." El mortífero veneno impregnaba todo su
cuerpo. Los discípulos trataron de impedir que su Maestro le tocase; porque el
que tocaba un leproso se volvía inmundo. Pero al poner su mano sobre el leproso,
Jesús no recibió ninguna contaminación. Su toque impartía un poder vivificador.
La lepra fue quitada. Así sucede con la lepra del pecado, que es arraigada,
mortífera e imposible de ser eliminada por el poder humano. "Toda cabeza está
enferma, y todo corazón doliente. Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay
en él cosa ilesa, sino herida, hinchazón y podrida llaga." Pero Jesús, al venir
a morar en la humanidad, no se contamina. Su presencia tiene poder para sanar al
pecador. Quien quiera caer a sus pies, diciendo con fe: "Señor, si quieres,
puedes limpiarme," oirá la respuesta: "Quiero: sé limpio."
En algunos
casos de curación, Jesús no concedió inmediatamente la bendición pedida. Pero en
el caso del leproso, apenas hecha la súplica fue concedida. Cuando pedimos
bendiciones 232 terrenales, tal vez la respuesta a nuestra oración sea dilatada,
o Dios nos dé algo diferente de lo que pedimos, pero no sucede así cuando
pedimos liberación del pecado. El quiere limpiarnos del pecado, hacernos hijos
suyos y habilitarnos para vivir una vida santa. Cristo "se dio a sí mismo por
nuestros pecados para librarnos de este presente siglo malo, conforme a la
voluntad de Dios y Padre nuestro." Y "ésta es la confianza que tenemos en él,
que si demandáremos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos
que él nos oye en cualquiera cosa que demandáremos, sabemos que tenemos las
peticiones que le hubiéremos demandado." "Si confesamos nuestros pecados, él es
fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda
maldad."
En la curación del paralítico de Capernaúm, Cristo volvió a
enseñar la misma verdad. Hizo ese milagro para que se manifestase su poder de
perdonar los pecados. Y la curación del paralítico ilustra también otras
verdades preciosas. Es una lección llena de enseñanza y estímulo, y por estar
relacionada con los cavilosos fariseos, contiene también una
advertencia.
Como el leproso, este paralítico había perdido toda
esperanza de restablecerse. Su enfermedad era resultado de una vida de pecado, y
sus sufrimientos eran amargados por el remordimiento. Mucho antes, había apelado
a los fariseos y doctores con la esperanza de recibir alivio de sus sufrimientos
mentales y físicos. Pero ellos lo habían declarado fríamente incurable y
abandonado a la ira de Dios. Los fariseos consideraban la aflicción como una
evidencia del desagrado divino, y se mantenían alejados de los enfermos y
menesterosos. Sin embargo, cuán a menudo los mismos que se exaltaban como
santos, eran más culpables que aquellos dolientes a quienes
condenaban.
El paralítico se hallaba completamente desamparado y, no
viendo perspectiva de ayuda en ninguna parte, se había sumido en la
desesperación. Entonces oyó hablar de las obras maravillosas de Jesús. Le
contaron que otros tan pecaminosos e imposibilitados como él habían quedado
sanos; aun leprosos habían sido limpiados. Y los amigos que le referían estas
cosas, le animaban a creer que él también podría ser curado, si lo pudieran
llevar a Jesús. Pero su esperanza decaía cuando 233 recordaba cómo había
contraído su enfermedad. Temía que el Médico puro no le tolerase en su
presencia.
Sin embargo, no era tanto la curación física como el alivio de
su carga de pecado lo que deseaba. Si podía ver a Jesús, y recibir la seguridad
del perdón y de la paz con el Cielo, estaría contento de vivir o de morir, según
fuese la voluntad de Dios. El clamor del moribundo era: ¡Oh, si pudiese llegar a
su presencia! No había tiempo que perder; sus carnes macilentas mostraban ya
rastros de descomposición. Rogó a sus amigos que le llevasen en su camilla hasta
Jesús, y con gusto ellos intentaron hacerlo. Pero tan densa era la muchedumbre
que se había congregado alrededor y en el interior de la casa en que Jesús
estaba, que era imposible para el enfermo y sus amigos llegar hasta él, o
siquiera llegar al alcance de su voz.
Jesús estaba enseñando en la casa
de Pedro. Según su costumbre, los discípulos estaban sentados alrededor de él, y
"los Fariseos y doctores de la ley estaban sentados, los cuales habían venido de
todas las aldeas de Galilea, y de Judea y Jerusalem." Habían venido como espías,
buscando un motivo para acusar a Jesús. Fuera del círculo de estos oficiales, se
hallaba la turbamulta, compuesta de los ansiosos, los reverentes, los curiosos y
los incrédulos. Estaban representadas diversas nacionalidades, y toda la escala
social. "Y la virtud del Señor estaba allí para sanarlos." El Espíritu de vida
se cernía sobre la asamblea, pero los fariseos y doctores no discernían su
presencia. No sentían necesidad alguna, y la curación no era para ellos. "A los
hambrientos hinchió de bienes; y a los ricos envió vacíos."
Repetidas
veces, los que transportaban al paralítico trataron de abrirse paso a través de
la muchedumbre, pero en vano. El enfermo miraba en derredor suyo, con angustia
indecible. ¿Cómo podía abandonar su esperanza cuando la ayuda que había anhelado
durante tanto tiempo estaba tan cerca? Por su indicación, sus amigos le llevaron
al techo de la casa, y abriendo un boquete en dicho techo, le bajaron a los pies
de Jesús. El discurso quedó interrumpido. El Salvador miró el rostro
entristecido, y vio los ojos suplicantes que se clavaban en él. Comprendía el
caso; había atraído a sí este espíritu perplejo y combatido por la duda.
Mientras el paralítico estaba todavía en su casa, el Salvador había convencido
su conciencia. Cuando 234 se arrepintió de sus pecados, y creyó en el poder de
Jesús para sanarle, la misericordia vivificadora del Salvador había bendecido
primero su corazón anhelante. Jesús había visto el primer destello de la fe
convertirse en la creencia de que él era el único auxiliador del pecador, y la
había visto fortalecerse con cada esfuerzo hecho para llegar a su
presencia.
Ahora, con palabras que cayeron como música en los oídos del
enfermo, el Salvador dijo: "Confía, hijo; tus pecados te son
perdonados."
La carga de desesperación se desvaneció del alma del
enfermo; la paz del perdón penetró en su espíritu y resplandeció en su rostro.
Su dolor físico desapareció y todo su ser quedó transformado. El paralítico
impotente estaba sano, el culpable pecador, perdonado.
Con fe sencilla
aceptó las palabras de Jesús como la bendición de una nueva vida. No presentó
otro pedido, sino que permaneció en bienaventurado silencio, demasiado feliz
para hablar. La luz del cielo se reflejaba en su semblante, y los concurrentes
miraban la escena con reverencia.
Los rabinos habían esperado
ansiosamente para ver en qué forma iba a disponer Cristo de ese caso. Recordaban
cómo el hombre se había dirigido a ellos en busca de ayuda, y le habían negado
toda esperanza o simpatía. No satisfechos con esto, habían declarado que sufría
la maldición de Dios por causa de sus pecados. Esas cosas acudieron nuevamente a
su mente cuando vieron al enfermo delante de sí. Notaron el interés con que
todos miraban la escena y los abrumó el temor de perder su influencia sobre el
pueblo.
Estos dignatarios no cambiaron palabras entre sí, sino que
mirándose los rostros unos a otros leyeron el mismo pensamiento en cada uno, de
que algo había que hacer para detener la marea de los sentimientos. Jesús había
declarado que los pecados del paralítico eran perdonados. Los fariseos se
aferraron a estas palabras como una blasfemia, y concibieron que podrían ser
presentadas como un pecado digno de muerte. Dijeron en su corazón: "Blasfemias
dice. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?"
Fijando en ellos
una mirada bajo la cual se atemorizaron y retrocedieron, Jesús dijo: "¿Por qué
pensáis mal en vuestros 235 corazones? Porque, ¿qué es más fácil, decir: Los
pecados te son perdonados; o decir: Levántate, y anda? Pues para que sepáis que
el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar pecados, (dice
entonces al paralítico): Levántate, toma tu cama, y vete a tu
casa."
Entonces el que había sido traído en una camilla a Jesús, se puso
de pie con la elasticidad y fuerza de la juventud. La sangre vivificadora corrió
raudamente por sus venas. Todo órgano de su cuerpo se puso en repentina
actividad. El rosado color de la salud sucedió a la palidez de la muerte
cercana. "Entonces él se levantó luego, y tomando su lecho, se salió delante de
todos, de manera que todos se asombraron, y glorificaron a Dios, diciendo: Nunca
tal hemos visto.
"¡Oh admirable amor de Cristo, que se inclina a sanar al
culpable y afligido! ¡La divinidad se compadece de los males de la doliente
humanidad y los calma! ¡Oh maravilloso poder así manifestado en favor de los
hijos de los hombres! ¿Quién puede dudar del mensaje de salvación? ¿Quién puede
despreciar las misericordias de un Redentor compasivo?
Para restaurar la
salud a ese cuerpo que se corrompía, no se necesitaba menos que el poder
creador. La misma voz que infundió vida al hombre creado del polvo de la tierra,
había infundido vida al paralítico moribundo. Y el mismo poder que dio vida al
cuerpo, había renovado el corazón. El que en la creación "dijo, y fue hecho,"
"mandó, y existió," había infundido por su palabra vida al alma muerta en
delitos y pecados. La curación del cuerpo era una evidencia del poder que había
renovado el corazón. Cristo ordenó al paralítico que se levantase y anduviese,
"para que sepáis --dijo-- que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de
perdonar pecados."
El paralítico halló en Cristo curación, tanto para el
alma como para el cuerpo. La curación espiritual fue seguida por la restauración
física. Esta lección no debe ser pasada por alto. Hay hoy día miles que están
sufriendo de enfermedad física y que, como el paralítico, están anhelando el
mensaje: "Tus pecados te son perdonados." La carga de pecado, con su
intranquilidad y deseos no satisfechos es el fundamento de sus enfermedades. No
pueden hallar alivio hasta que vengan al 236 Médico del alma. La paz que el solo
puede dar, impartiría vigor a la mente y salud al cuerpo.
Jesús vino para
"deshacer las obras del diablo." "En él estaba la vida," y él dice: "Yo he
venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia." El es un
"espíritu vivificante." Y tiene todavía el mismo poder vivificante que, mientras
estaba en la tierra, sanaba a los enfermos y perdonaba al pecador. El "perdona
todas tus iniquidades," él "sana todas tus dolencias.'
El efecto
producido sobre el pueblo por la curación del paralítico fue como si el cielo,
después de abrirse, hubiese revelado las glorias de un mundo mejor. Mientras que
el hombre curado pasaba por entre la multitud, bendiciendo a Dios a cada paso, y
llevando su carga como si hubiese sido una pluma, la gente retrocedía para darle
paso, y con temerosa reverencia le miraban los circunstantes, murmurando entre
sí: "Hemos visto maravillas hoy."
Los fariseos estaban mudos de asombro y
abrumados por su derrota. Veían que no había oportunidad de inflamar a la
multitud con sus celos. El prodigio realizado en el hombre, a quien ellos habían
entregado a la ira de Dios, había impresionado de tal manera a la gente, que por
el momento los rabinos quedaron olvidados. Vieron que Cristo poseía un poder que
ellos habían atribuido a Dios solo; sin embargo, la amable dignidad de sus
modales, estaba en marcado contraste con el porte altanero de ellos. Estaban
desconcertados y avergonzados; y reconocían, aunque no lo confesaban, la
presencia de un Ser superior. Cuanto más convincente era la prueba de que Jesús
tenía en la tierra poder de perdonar los pecados, tanto más firmemente se
atrincheraban en la incredulidad. Salieron de la casa de Pedro, donde habían
visto al paralítico curado por la palabra de Jesús, para inventar nuevas
maquinaciones con el fin de hacer callar al Hijo de Dios.
La enfermedad
física, por maligna que fuese y arraigada que estuviera, era curada por el poder
de Cristo; pero la enfermedad del alma se apoderaba más firmemente de aquellos
que cerraban sus ojos para no ver la luz. La lepra y la parálisis no eran tan
terribles como el fanatismo y la incredulidad.
En la casa del paralítico
sanado, hubo gran regocijo cuando 237 él volvió a su familia, trayendo con
facilidad la cama sobre la cual se le había llevado de su presencia poco tiempo
antes. Le rodearon con lágrimas de alegría, casi sin atreverse a creer lo que
veían sus ojos. Estaba delante de ellos, en el pleno vigor de la virilidad.
Aquellos brazos que ellos habían visto sin vida, obedecían prestamente a su
voluntad. La carne que se había encogido, adquiriendo un color plomizo, era
ahora fresca y rosada. El hombre andaba con pasos firmes y libres. En cada rasgo
de su rostro estaban escritos el gozo y la esperanza; y una expresión de pureza
y paz había reemplazado los rastros del pecado y del sufrimiento. De aquel hogar
subieron alegres palabras de agradecimiento, y Dios quedó glorificado por medio
de su Hijo, que había devuelto la esperanza al desesperado, y fuerza al abatido.
Este hombre y su familia estaban listos para poner sus vidas por Jesús. Ninguna
duda enturbiaba su fe, ninguna incredulidad manchaba su lealtad hacia Aquel que
había impartido luz a su obscurecido hogar. 238
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