Contenido
1. El terremoto que hizo temblar al mundo2. El oscurecimiento del sol y la luna
3. La luna como sangre
4. El llamado a despertar
5. Un mensaje dado por hombres humildes
La promesa de que Cristo vendrá por segunda vez para completar la gran obra de la redención es la nota tónica de las Sagradas Escrituras. Desde el Edén, los hijos de la fe han esperado la venida del Prometido, que les traería de nuevo el paraíso perdido.
Enoc, en la séptima generación descendiente de los que habitaron en el Edén, y quien por tres siglos caminó con Dios, declaró: “He aquí que viene el Señor, con las huestes innumerables de sus santos ángeles, para ejecutar juicio sobre todos” (S. Judas 14, 15, VM). Job, en la noche de su aflicción, exclamó: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo... en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro” (Job 19:25-27).
Los poetas y los profetas de la Biblia se han espaciado en la venida de Cristo con ardientes palabras de fuego celestial. “¡Alégrense los cielos, y gócese la tierra!... delante de Jehová; porque viene, sí, porque viene a juzgar la tierra. ¡Juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con su verdad!” (Salmo 96:11-13, VM).
Dijo el profeta Isaías: “Y se dirá en aquel día: He aquí, éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará; éste es Jehová a quien hemos esperado, nos gozaremos y nos alegraremos en su salvación” (Isaías 25:9).
El Salvador consoló a sus discípulos con la seguridad de que él vendría otra vez: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay... voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere... vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo”. “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones” (S. Juan 14:2, 3; S. Mateo 25:31, 32).
Los ángeles repitieron a los discípulos la promesa de su regreso: “Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como lo habéis visto ir al cielo” (Hechos 1:11). Y San Pablo testificó: “El Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo” (1 Tesalonicenses 4:16). El profeta de Patmos escribió: “He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá” (Apocalipsis 1:7).
Entonces será quebrantado el poder del mal que ha durado por tanto tiempo: “Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 11:15). “Jehová el Señor hará brotar justicia y alabanza delante de todas las naciones” (Isaías 61:11). Entonces el reino de paz del Mesías será establecido: “Consolará Jehová a Sion; consolará todas sus soledades, y cambiará su desierto en paraíso, y su soledad en huerto de Jehová” (Isaías 51:3).
La venida del Señor ha sido, en todos los siglos, la esperanza de sus verdaderos seguidores. En medio de los sufrimientos y la persecución, “la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” era la “esperanza bienaventurada” (Tito 2:13). Pablo señaló que la resurrección ocurriría en ocasión de la venida del Salvador, cuando los muertos en Cristo se levantarían, y junto con los vivos serían arrebatados para encontrar al Señor en el aire. “Y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras” (1 Tesalonicenses 4:17, 18).
La venida del Señor ha sido, en todos los siglos, la esperanza de sus verdaderos seguidores.
En Patmos, el amado discípulo oyó la promesa: “Ciertamente vengo en breve”, y su respuesta es un eco de la oración de la iglesia: “¡Ven, Señor Jesús!” (Apocalipsis 22:20).
Desde la cárcel, la hoguera y el patíbulo, donde los santos y los mártires dieron testimonio de la verdad, resuena a través de los siglos la expresión de su fe y esperanza. Estando “seguros de la resurrección personal de Cristo y, por consiguiente, de la suya propia a la venida del Señor –como dice uno de estos cristianos–, ellos despreciaban la muerte y la superaban”.
Los valdenses acariciaban la misma fe. Wiclef, Lutero, Calvino, Knox, Ridley y Baxter anticiparon con fe la venida del Señor. Tal fue la esperanza de la iglesia apostólica, de la “iglesia en el desierto” y de los reformadores.
La profecía no solamente predice la manera y el propósito de la segunda venida de Cristo, sino también presenta las señales por las cuales los hombres habían de saber cuándo ese día estaría cerca. “Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas” (S. Lucas 21:25). “El sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias que están en los cielos serán conmovidas. Entonces verán al Hijo del Hombre, que vendrá en las nubes con gran poder y gloria” (S. Marcos 13:24-26). El revelador describe de esta manera la primera de las señales que habría de preceder a la segunda venida: “He aquí hubo un gran terremoto; y el sol se puso negro como tela de cilicio, y la luna se volvió toda como sangre” (Apocalipsis 6:12).
1. El terremoto que hizo temblar al mundo -
En cumplimiento de esta profecía, ocurrió en 1755 el más terrible terremoto que jamás se haya registrado. Conocido como “el terremoto de Lisboa”, se extendió por toda Europa, África y América. Se sintió en Groenlandia, las Indias Occidentales, isla Madera, Noruega y Suecia, Gran Bretaña e Irlanda, en una extensión de no menos de diez millones de kilómetros cuadrados. En el África, el temblor fue casi tan fuerte como en Europa. Una gran parte de Argel fue destruida. Una ola gigantesca barrió las costas de España y del África, arrasando ciudades enteras.
Algunas de las montañas “más grandes de Portugal, fueron sacudidas impetuosamente, por así decirlo, sobre sus fundamentos; y algunas de ellas abrieron sus cúspides, que se partieron en forma asombrosa, y grandes rocas fueron arrojadas en los valles adyacentes. Se dice que de estas montañas salieron llamaradas de fuego”.
En Lisboa, “se oyó bajo la tierra ruido de truenos e, inmediatamente después, una violenta sacudida derribó la mayor parte de la ciudad. En el curso de aproximadamente 6 minutos perecieron 60 mil personas. El mar primeramente se retiró, y dejó seca la barra, pero luego volvió en una ola que se elevaba hasta 16 metros de altura sobre su nivel normal”.
“El terremoto ocurrió un día feriado, cuando las iglesias y los conventos estaban llenos de asistentes, muy pocos de los cuales escaparon”. “El terror de la gente sobrepasaba toda descripción. Nadie lloraba; el siniestro superaba la capacidad de derramar lágrimas. Todos corrían de aquí para allá, delirantes de horror y espanto, golpeándose la cara y el pecho, y gritando: ¡Misericordia! ¡Llegó el fin del mundo!’
Las madres se olvidaban de sus hijos, y corrían de un lado a otro llevando crucifijos en sus manos. Desgraciadamente, muchos acudieron a las iglesias para hallar protección; pero en vano el sacramento fue expuesto; en vano las pobres criaturas abrazaban los altares; imágenes, sacerdotes y pueblo eran envueltos en la ruina común”.
2. El oscurecimiento del sol y de la luna -
Veinticinco años más tarde apareció la siguiente señal mencionada en la profecía: el oscurecimiento del sol y de la luna. El tiempo de su cumplimiento había sido específicamente señalado en la conversación del Salvador con sus discípulos sobre el Monte de los Olivos. “En aquellos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor” (S. Marcos 13:24). Los 1.260 días, o años, terminaron en 1798. Un cuarto de siglo antes, la persecución había cesado casi totalmente. Después de esta persecución, el sol había de oscurecerse. El 19 de mayo de 1780 se cumplió esta profecía.
Un testigo ocular que vivía en Massachusetts describió el suceso en las siguientes palabras: “Un denso nubarrón negro se extendió por todo el firmamento, dejando solamente un estrecho borde en el horizonte, haciendo tan oscuro el día como suele serlo en verano a las nueve de la noche...
“El temor, la ansiedad y el espanto gradualmente llenaron las mentes del pueblo. Las mujeres estaban en las puertas, observando el paisaje tenebroso; los hombres regresaban de su labor en los campos; el carpintero dejó sus herramientas; el herrero, su fragua; y el comerciante, su mostrador. Las escuelas cancelaron sus clases, y los niños, temblorosos, se apresuraron a sus hogares. Los viajeros se cercaron a la granja más inmediata. ‘¿Qué está por venir?’, se preguntaban todos los labios y los corazones. Parecía que un huracán estuviese por barrer el país, o que fuera el día de la consumación de todas las cosas.
“Se prendieron velas; y la lumbre del hogar brillaba como en las noches sin luna de otoño... Las aves se retiraron a sus gallineros, el ganado se juntó en sus encierros, las ranas croaron, los pájaros entonaron sus melodías del anochecer y los murciélagos se pusieron a revolotear. Solamente el hombre sabía que no había llegado la noche...
“Se reunieron las congregaciones en muchos... lugares. En todos los casos, los textos de los sermones improvisados fueron los que parecían indicar que la oscuridad concordaba con la profecía bíblica... La oscuridad era más densa poco antes de las once de la mañana”.
“En la mayor parte del país, la oscuridad fue tan grande durante el día, que la gente no podía decir qué hora era ni por el reloj de bolsillo ni por el de pared. Tampoco podía comer, ni atender los quehaceres de la casa sin una vela prendida”.
3. La luna como sangre –
“La oscuridad de la noche no fue menos extraordinaria o aterradora que la del día pues, no obstante ser casi tiempo de luna llena, no podía divisarse ningún objeto sino con la ayuda de alguna luz artificial, la cual, cuando se la observaba desde las casas vecinas y otros lugares a cierta distancia, aparecía como a través de una oscuridad semejante a la de Egipto, casi impermeable a sus rayos”.
Después de la medianoche, la oscuridad se disipó, y la luna, cuando se la vio, tenía apariencia de sangre.
El 19 de mayo de 1780 se destaca en la historia como “el día oscuro”. Desde los tiempos de Moisés no se había registrado ninguna oscuridad de una densidad semejante, ni de una duración igual. La descripción dada por los testigos oculares es un eco de las palabras registradas por el profeta Joel dos mil quinientos años antes: “El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes que venga el día grande y espantoso de Jehová” (Joel 2:31).
“Cuando estas cosas comiencen a suceder –dijo Jesús–, erguíos y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca”. Él llamó la atención de sus seguidores a los árboles que estaban a punto de florecer en primavera: “Cuando ya brotan, viéndolo, sabéis por vosotros mismos que el verano está ya cerca. Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas sabed que está cerca el reino de Dios” (S. Lucas 21:28, 30, 31).
Pero, en la iglesia, el amor de Cristo y la fe en su venida se habían enfriado. El profeso pueblo de Dios estaba ciego a las instrucciones del Salvador referentes a las señales de su aparición. La doctrina del segundo advenimiento había sido descuidada, hasta que llegó a ser, en gran medida, olvidada e ignorada, especialmente en los Estados Unidos. Una devoción absorbente por la ganancia de dinero, y el ansia de popularidad y poder, indujo a los hombres a poner muy en lo futuro ese día solemne cuando el actual orden de cosas terminará.
El Salvador predijo el estado de apostasía que existiría precisamente antes de su segunda venida. Para los que vivieran en ese tiempo, Cristo dejó esta amonestación: “Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día”. “Velad, pues, en todo tiempo orando que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar de pie delante del Hijo del Hombre” (S. Lucas 21:34, 36).
Era necesario que los hombres fueran despertados y pudieran prepararse para los solemnes acontecimientos relacionados con el fin del tiempo de gracia. “Grande es el día de Jehová, y muy terrible; ¿quién podrá soportarlo?” ¿Quién soportará la aparición de aquel de quien está escrito: “Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio”. “Castigaré al mundo por su maldad, y a los impíos por su iniquidad; y haré que cese la arrogancia de los soberbios, y abatiré la altivez de los fuertes”. “Ni su plata ni su oro podrá librarlos”. “Serán saqueados sus bienes, y sus casas asoladas” (Joel 2:11; Habacuc 1:13; Isaías 13:11; Sofonías 1:18, 13).
El llamado a despertar -
Ante la proximidad de este gran día, la Palabra de Dios llama a su pueblo para que despierte y busque el rostro del Señor con arrepentimiento:
“Viene el día de Jehová, porque está cercano”. “Proclamad ayuno, convocad asamblea. Reunid al pueblo, santificad la reunión, juntad a los ancianos, congregad a los niños... salga de su cámara el novio, y de su tálamo la novia. Entre la entrada y el altar lloren los sacerdotes ministros de Jehová”.
“Convertíos a mí con todo vuestro corazón, con ayuno y lloro y lamento. Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y convertíos a Jehová vuestro Dios; porque misericordioso es y clemente, tardo para la ira y grande en misericordia” (Joel 2:1, 15-17, 12, 13).
Debía realizarse una gran obra de reforma para preparar al pueblo con el fin de que estuviera en pie en el Día de Dios. En su misericordia, el Señor estaba por enviar un mensaje para despertar a quienes profesaban ser su pueblo e inducirlos a prepararse para la venida del Señor.
La amonestación se encuentra en Apocalipsis, capítulo 14. Aquí hay un mensaje triple que se presenta como proclamado por seres celestiales, seguido de inmediato por la venida del Hijo del Hombre para segar “la mies de la tierra”. El profeta vio “volar por el medio del cielo a otro ángel, que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo, diciendo en alta voz: Temed a Dios y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas” (Apocalipsis 14:6, 7).
“[...] cuando veáis que suceden estas cosas sabed que está cerca el reino de Dios”.
Este mensaje es una parte del “evangelio eterno”. La obra de predicar ha sido confiada a los hombres. Santos ángeles la dirigen, pero la verdadera proclamación del evangelio la realizan los siervos de Dios que están sobre la Tierra. Hombres fieles, obedientes a los llamados del Espíritu de Dios y a las enseñanzas de su Palabra, habrían de proclamar esta amonestación. Ellos habían estado procurando el acontecimiento de Dios más que todos los tesoros escondidos, estimándolos “más que la ganancia de plata”, y “su rédito” más “que el oro puro” (Proverbios 3:14, VM).

Un mensaje dado por hombres humildes - Si los teólogos eruditos hubieran sido fieles centinelas, que investigaran en forma diligente y con oración las Escrituras, todos ellos habrían conocido el tiempo en que vivían. Las profecías les habrían revelado los acontecimientos que debían ocurrir. Pero el mensaje fue dado por hombres más humildes. Los que descuidan la búsqueda de la luz cuando esta se encuentra a su alcance, son dejados en las tinieblas. Pero el Salvador declara: “El que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (S. Juan 8:12). A esa alma se le enviará alguna estrella de brillo celestial para guiarla a toda verdad.
Al tiempo de la primera venida de Cristo, los sacerdotes y los escribas de la Ciudad Santa deberían haber determinado “las señales de los tiempos” y proclamado la venida del Prometido. Miqueas señaló el lugar de su nacimiento; Daniel, el tiempo de su advenimiento (Miqueas 5:2; Daniel 9:25).
Los líderes judíos estaban sin excusa por su ignorancia. Su desconocimiento era el resultado de un descuido pecaminoso.
Con profundo interés, los ancianos de Israel debían haber estado estudiando el lugar, el tiempo y las circunstancias del acontecimiento más grande de la historia del mundo: la venida del Hijo de Dios. El pueblo debía haber estado aguardando la ocasión para dar la bienvenida al Redentor del mundo. Pero, en Belén, dos viajeros cansados de Nazaret recorrieron toda la estrecha calle que va hasta el confín oriental de la ciudad, buscando en vano un refugio para la noche. Ninguna puerta se abrió para recibirlos. En un miserable cobertizo preparado para el ganado encontraron por fin refugio, y allí nació el Salvador del mundo.
Fueron comisionados ángeles para llevar las alegres nuevas a los que estaban preparados para recibirlas y que alegremente las propagarían. Cristo había descendido para tomar sobre sí mismo la naturaleza del hombre, para soportar una carga infinita de desgracia mientras se convertía él mismo en una ofrenda por el pecado. Sin embargo, los ángeles desearon que aun en su humillación el Hijo del alto Dios apareciera delante de los hombres con una dignidad y gloria que cuadrara con su carácter. ¿Se reunirían los hombres grandes de la Tierra en la capital de Israel para darle al Señor la bienvenida?
Un ángel visitó la Tierra para ver quiénes estaban preparados para dar la bienvenida a Jesús. Pero no oyó ninguna voz de alabanza por el hecho de que el período de la venida del Mesías fuera inminente. El ángel sobrevoló la ciudad escogida y el Templo donde se había manifestado la presencia divina durante siglos, pero aun allí existía la misma indiferencia. Los sacerdotes, llenos de pompa y orgullo, ofrecían sacrificios contaminados. Los fariseos hablaban al pueblo con grandes voces o hacían raciones jactanciosas en las esquinas de las calles. Los reyes, los filósofos, los rabinos, todos estaban inconscientes del hecho maravilloso de que el Redentor de los hombres estaba por aparecer.
En su asombro, el mensajero celestial estaba por regresar al cielo con las vergonzosas noticias, cuando descubrió a un grupo de pastores que cuidaban sus rebaños durante las horas de la noche. Mientras observaban los cielos estrellados, meditaban en la profecía de un Mesías que había de venir y anhelaban el advenimiento del Redentor del mundo. Aquí había un grupo preparado para recibir el mensaje del cielo. De repente, la gloria celestial inunda toda la llanura, y una compañía innumerable de ángeles aparece en la escena; y, como si el gozo fuera demasiado grande para que solamente un mensajero lo trajera del cielo, una multitud de voces irrumpe entonando las antífonas que todas las naciones de los salvos cantarán algún día: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (S. Lucas 2:14).
¡Qué lección encierra esta admirable historia de Belén! ¡Cómo reprende ella nuestra incredulidad, nuestro orgullo y nuestra suficiencia propia! ¡Cómo nos amonesta a tener cuidado, para que no dejemos de discernir las señales de los tiempos y, por lo tanto, no conozcamos el día de nuestra visitación!
No era solamente entre los humildes pastores donde los ángeles encontraron personas que esperaban al Mesías venidero. En la tierra de los paganos también había gente que lo esperaba: hombres ricos, nobles y sabios, los filósofos de Oriente. Habían descubierto, en las Escrituras hebreas, que había de aparecer la estrella de Jacob. Con anhelante deseo aguardaban la venida del Señor, quien no solamente sería la “consolación de Israel”, sino una “luz para revelación a los gentiles” y “salvación hasta lo último de la tierra” (S. Lucas 2:25, 32; Hechos 13:47). La estrella enviada por el Cielo guió a los extranjeros gentiles al lugar del nacimiento del Rey que acababa de nacer.
Es “para salvar a los que le esperan” para lo que Cristo “aparecerá por segunda vez sin relación con el pecado” (Hebreos 9:28). A semejanza de las nuevas referentes al nacimiento del Salvador, el mensaje del segundo advenimiento no fue encomendado a los dirigentes religiosos del pueblo. Ellos habían rehusado la luz del Cielo; por lo tanto, no se encontraban entre los descritos por el apóstol San Pablo: “Vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, para que aquel día os sorprenda como ladrón. Porque todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas” (1 Tesalonicenses 5:4, 5).
Los centinelas apostados sobre los muros de Sion deberían haber sido los primeros en recoger las noticias del advenimiento del Salvador, los primeros en proclamar su inminencia. Pero, en cambio, estaban despreocupados, mientras el pueblo dormía en sus pecados. Jesús vio a su iglesia, semejante a la higuera estéril, con hojas de pretensión y desprovista del fruto precioso. El espíritu de verdadera humildad, arrepentimiento y fe estaba ausente. Había orgullo, formalismo, egoísmo, opresión. Una iglesia apóstata había cerrado sus ojos a las señales de los tiempos. Se separaron de Dios y de su amor. Al rehusar cumplir con las condiciones, las promesas del Señor no se cumplieron para ellos.
Muchos de los que profesaban ser los seguidores de Cristo rehusaban recibir la luz del Cielo. A semejanza de los judíos de antaño, no conocieron el tiempo de su visitación. El Señor los pasó por alto y reveló su verdad a los que, a semejanza de los pastores de Belén y de los magos de Oriente, habían prestado oídos a toda la luz que habían recibido.
La Gran Esperanza - E.G.W.
Referencias 1
Daniel T. Taylor, The Reign of Christ on Earth; or The Voice of the Church in All Ages [El reinado de Cristo en la Tierra; o La voz de la iglesia en todas las épocas], p. 33.
2
Sir Charles Lyell, Principles of Geology [Principios de geología], p. 495.
3
Enciclopedia Americana, artículo “Lisboa”.
4
The Essex Antiquarian [El Anticuario de Essex], Abril de 1899, t. 3, Nº 4, pp. 53, 54.
5
William Gordon, History of the Rise, Progress and Establishment of the Independence of the USA [Historia de la iniciación, el progreso y el establecimiento de la independencia de los EE.UU.], t. 3, p. 57.
6
Isaiah Thomas, Massachusetts Spy; or American Oracle of Liberty [El Espía de Massachusetts; o El Oráculo Norteamericano de la Libertad], t. 10, Nº 472 (25 de mayo de 1780).
7
Carta del Dr. Samuel Tenney, de Exeter, New Hampshire, diciembre de 1785, en Massachusetts Historical Society Collections
[Colecciones de la Sociedad Histórica de Massachusetts], 1792 (1ª serie, t. 1, p. 97).
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