Contenido
1. El asalto final contra Dios2. La sentencia es pronunciada contra los rebeldes
3. Satanás derrotado
4. Muerte violenta de los impíos
5. Recordativos de la crucifixión
6. El triunfo del amor de Dios
Al final de los mil años, Cristo regresa a la Tierra acompañado por los redimidos y una comitiva de ángeles. Él pide a los impíos que se levanten para recibir su castigo. Ellos obedecen, en número tan incontable como las arenas del mar, mostrando las huellas de la enfermedad y la muerte. ¡Qué contraste con los que fueron levantados en la primera resurrección!
Todas las miradas se concentran en la gloria del Hijo de Dios. A una voz, la hueste de los impíos exclama: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” (S. Mateo 23:39). No es el amor lo que los inspira a proferir esta exclamación, sino que es la fuerza de la verdad la que los obliga a pronunciar estas palabras con labios reticentes. Los impíos salen de sus tumbas con la misma enemistad hacia Cristo y con el mismo espíritu de rebelión con que bajaron a ellas. No han de tener una nueva oportunidad para remediar su vida pasada.
Dice el profeta: “Se afirmarán sus pies en aquel día sobre el Monte de los Olivos... y el Monte de los Olivos se partirá por en medio” (Zacarías 14:4). Cuando la nueva Jerusalén baja del cielo, descansa en el lugar preparado, y Cristo, junto con su pueblo y los ángeles, entran en la Santa Ciudad.
Mientras estaba privado de realizar su obra de engaño, el príncipe del mal se sentía miserable y abatido. Pero, cuando los muertos impíos son resucitados, y él ve a las vastas multitudes a su lado, sus esperanzas reviven. Resuelve no ceder en el gran conflicto: comandará a los perdidos reuniéndolos bajo su estandarte. Al rechazar a Cristo, han aceptado la dirección del jefe rebelde, y están listos para obedecerle. Sin embargo, consecuente con su engaño anterior, no se manifiesta como Satanás. Declara ser el dueño legal del mundo, cuya herencia le ha sido injustamente arrebatada. Se presenta como un redentor, asegurando a sus engañados súbditos que es su poder el que los ha levantado de la tumba. Satanás da fuerzas a los débiles, e inspira a todos con su propia energía, para conducirlos con el fin de tomar posesión de la Ciudad de Dios. Señala los innumerables millones que han sido levantados de entre los muertos y declara que, como dirigente de ellos, es capaz de reconquistar su trono y su dominio.
En la vasta multitud se halla la raza longeva que existió antes del diluvio, hombres de gloriosa estatura y de gigantesco intelecto; hombres cuyas obras maravillosas indujeron al mundo a idolatrar su genio, pero cuya crueldad e inventos malignos hicieron que Dios los eliminara de su creación. Hay reyes y generales que nunca perdieron una batalla. En la muerte, no experimentaron ningún cambio. Al salir de la tumba, están impulsados por el mismo deseo de conquista que los dominó cuando cayeron.
El asalto final contra Dios -
Satanás consulta con estos hombres poderosos. Ellos declaran que el ejército que está dentro de la ciudad es pequeño en comparación con el que ellos dirigen y que, por lo tanto, pueden vencer. Hábiles artesanos construyen implementos de guerra. Dirigentes militares organizan a los hombres en compañías y divisiones.
Por fin se da la orden de ataque, y la hueste innumerable avanza, como ejército que no puede ser igualado ni por todas las fuerzas de todos los tiempos. Satanás conduce la vanguardia, y reyes y guerreros lo acompañan. Con precisión militar, las columnas cerradas avanzan sobre la quebrada superficie de la Tierra hacia la ciudad de Dios. Jesús ordena cerrar las puertas de la Nueva Jerusalén, y los ejércitos de Satanás se alistan para el ataque.
Ahora Cristo aparece a la vista de sus enemigos. Muy por encima de la ciudad, sobre un fundamento de oro bruñido, se halla su trono. Sobre este trono se sienta el Hijo de Dios, y en torno a él están los súbditos de su reino. La gloria del Padre eterno circunda a su Hijo. El fulgor de su presencia irradia atravesando las puertas, inundando la Tierra de claridad.
Cerca del Trono se hallan aquellos que una vez fueron celosos en la causa de Satanás pero que, arrebatados como tizones ardientes, han seguido a su Salvador con intensa devoción. Próximos a ellos están los que han perfeccionado sus caracteres en medio de la falsedad y la infidelidad, los que honraron la Ley de Dios cuando el mundo la declaraba abolida, y los millones, de todas las edades, que fueron martirizados por su fe. Más allá sigue la “gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas... delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos” (Apocalipsis 7:9). Su lucha ha terminado, la victoria está ganada. La palma es un símbolo de triunfo; el manto blanco, un emblema de la justicia de Cristo, que ahora les pertenece.
En toda esa multitud no existe nadie que se atribuya la salvación a sí mismo sobre la base de su bondad. Nada se dice de lo que han sufrido; la nota tónica de todos sus cánticos es: Salvación a nuestro Dios y al Cordero.
La sentencia es pronunciada contra los rebeldes-
En presencia de los habitantes reunidos de la Tierra y del cielo, ocurre la coronación del Hijo de Dios. Y ahora, investido de suprema majestad y poder, el Rey de reyes pronuncia la sentencia sobre los rebeldes que han transgredido su Ley y oprimido a su pueblo. “Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras” (Apocalipsis 20:11, 12).
Cuando la mirada de Jesús se fija en los impíos, estos se hallan conscientes de todo pecado que cometieron alguna vez. Ven sus propios pies apartarse de la senda de la santidad, las tentaciones seductoras que aceptaron por su complacencia con el pecado, los mensajeros de Dios despreciados, las amonestaciones desoídas, las olas de misericordia rechazadas por un corazón obstinado y endurecido; todo aparece como si estuviera escrito con letras de fuego.
Por encima del Trono se revela la cruz. Como en visión panorámica, aparecen las escenas de la caída de Adán y los pasos sucesivos en el plan de la redención. El nacimiento humilde del Salvador; su vida de sencillez; su bautismo en el Jordán; su ayuno y tentación en el desierto; su ministerio para presentar ante los hombres las bendiciones del Cielo; los días llenos de obras de misericordia; las noches de oración en la montaña; las maquinaciones llenas de envidia y de malicia con que fueron pagados sus beneficios; la agonía misteriosa en el Getsemaní bajo el peso de los pecados del mundo; su traición por parte de la turba asesina; los sucesos de la noche de horror –el preso voluntario abandonado por sus discípulos, juzgado en el palacio del sumo sacerdote, en la corte de juicio de Pilato, ante el cobarde Herodes, burlado, insultado, torturado y condenado a morir–; todas estas cosas resultan vívidamente presentadas.
Y luego, ante las multitudes inquietas, se revelan las escenas finales: el paciente Salvador recorriendo el camino del Calvario; el Príncipe del Cielo colgado en la cruz; los sacerdotes y los rabinos mofándose de su agonía moribunda; la oscuridad sobrenatural que señaló el momento cuando el Redentor del mundo deponía su vida.
El espectáculo horrible aparece tal como es. Satanás y sus súbditos no tienen poder para dejar de observar la escena. Cada actor recuerda la parte que él realizó. Herodes, que dio muerte a los niños inocentes de Belén; la vil Herodías, sobre cuya alma descansa la sangre de Juan el Bautista; el débil Pilato, esclavo de las circunstancias; los soldados burladores; la turba enloquecida que exclamaba:
“¡Recaiga su sangre sobre nosotros, y sobre nuestros hijos!”; todos tratan en vano de esconderse de la majestad divina de su rostro, mientras los redimidos arrojan sus coronas a los pies del Salvador, exclamando: “¡Él murió por mí!”
Allí está Nerón, monstruo lleno de crueldad y vicios, contemplando la exaltación de aquellos a quienes torturó y cuyas angustias le produjeron satánica delicia. Su madre presencia la propia obra que ella realizó, y cómo las pasiones estimuladas por su influencia y su ejemplo han dado como fruto crímenes que han horrorizado al mundo.
Hay sacerdotes y prelados papistas que pretendieron ser embajadores de Cristo y, sin embargo, emplearon el potro, el calabozo y el cadalso para dominar al pueblo de Dios. Allí están los orgullosos pontífices que se exaltaron por encima de Dios y pensaron poder cambiar la Ley del Altísimo. Esos pretendidos padres tienen una cuenta que rendir delante de Dios. Demasiado tarde ven ahora que el Omnipotente es celoso de su Ley. Se dan cuenta ahora de que Cristo identifica sus intereses con su pueblo sufriente. Todo el mundo impío se halla en juicio, acusado de alta traición contra el gobierno de Dios. No tienen ningún argumento para defender su causa; no tienen ninguna excusa; y la sentencia de la muerte eterna se pronuncia contra ellos.
Los impíos ven lo que han perdido por su rebelión. “Todo esto –exclama l alma perdida– yo lo habría podido obtener. ¡Oh, extraña infatuación! He cambiado la paz, la felicidad y el honor por la miseria, la infamia y la desesperación”. Todos ven que su exclusión del cielo es justa. Mediante su vida, han declarado: “No queremos que este Jesús reine sobre nosotros”.
Los redimidos arrojan sus coronas a los pies del Salvador, exclamando: “¡Él murió por mí!”
Satanás, derrotado-
Como fascinados, los malvados observan la coronación del Hijo de Dios. Ven en sus manos las tablas de la Ley divina que ellos han despreciado. Presencian el clamor de la adoración proveniente de los salvados; y, cuando las olas de melodías repercuten por encima de las multitudes que están fuera de la ciudad, todos exclaman: “Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso; justos y verdaderos son tus caminos, Rey de los santos” (Apocalipsis 15:3).
Y postrándose, adoran al Príncipe de la vida. Satanás parece paralizado. Habiendo sido una vez el querubín cubridor, recuerda de dónde ha caído. Está para siempre excluido del concilio en donde una vez fue honrado. Ve ahora a otro junto al Padre, un ángel de majestuosa presencia. Él sabe que la exaltada posición de ese ángel debería haber sido suya.
Recuerda el hogar de su inocencia, la paz y el contento de que disfrutó hasta su rebelión. Pasa en revista su obra entre los hombres y sus resultados: la enemistad del hombre contra su prójimo, la terrible destrucción de vidas, el derrocamiento de tronos, los tumultos, los conflictos y las revoluciones. Recuerda sus constantes esfuerzos para oponerse a la obra de Cristo. Al mirar el fruto de su trabajo, ve solamente fracaso. Una y otra vez en el proceso del gran conflicto, él fue derrotado y obligado a rendirse.
El blanco del gran rebelde ha sido siempre probar que el gobierno divino era responsable por la rebelión. Él ha inducido a vastas multitudes a aceptar su versión. Durante miles de años, este archiconspirador ha tramado falsear la verdad. Pero ahora ha llegado el tiempo cuando la historia y el carácter de Satanás han de ser descubiertos. En su último esfuerzo por destronar a Cristo, destruir a su pueblo y tomar posesión de la Ciudad de Dios, el archirrebelde ha sido totalmente esenmascarado. Los que se ha unido con él ven el fracaso total de su causa. Satanás observa que su rebelión voluntaria lo ha descalificado para el cielo. Él ha desarrollado sus facultades para luchar contra Dios; la pureza y la armonía del cielo serían para él, ahora, suprema tortura. Se postra en ese momento y confiesa la justicia de su sentencia.
Ahora está aclarada toda pregunta respecto de la verdad y el error en el milenario conflicto. Los resultados de anular los estatutos divinos han sido abiertos a la vista del universo entero. La historia del pecado será, por toda la eternidad, un testigo de que la Ley de Dios conduce a la felicidad de todos los seres que él ha creado. El universo entero, leales y rebeldes, en acorde unánime, declara: “Justos y verdaderos son tus caminos, oh Rey de los santos”.
Ha llegado la hora cuando Cristo es glorificado por encima de todo nombre que es nombrado. Por el gozo que le fue propuesto –el que pudiera traer a muchas almas a la gloria–, él soportó la cruz. Mira a los redimidos, renovados a su propia imagen. Contempla en ellos el resultado del trabajo de su alma, y está satisfecho (ver Isaías 53:11). Con una voz que alcanza a todas las multitudes, a los justos y a los impíos, él declara: “¡He ahí la compra de mi sangre! Por ellos he sufrido, por ellos he muerto”.
Muerte violenta de los impíos -
El carácter de Satanás permanece sin cambiar. La rebelión, como poderoso torrente, surge de nuevo. Él determina no ceder en la última lucha desesperada contra el Rey del cielo. Pero, de todos los incontables millones que él ha seducido en la rebelión, nadie reconoce ahora su supremacía. Los impíos están llenos del mismo odio hacia Dios que inspira Satanás, pero ven que su caso es desesperado. “Por cuanto has puesto tu corazón como corazón de Dios, por tanto, he aquí que voy a traer contra ti extraños, los terribles de las naciones; y ellos desenvainarán sus espadas contra tu hermosa sabiduría, y profanarán tu esplendor. Al hoyo te harán descender... Te destruyo, ¡oh querubín que cubres con tus alas!, y te echo de en medio de las piedras de fuego... Te echo a tierra; te pongo delante de reyes, para que te miren... te torno en ceniza sobre la tierra, ante los ojos de todos los que te ven... serás ruinas, y no existirás más para siempre” (Ezequiel 28:6-8, 16-19, VM).
“Jehová está airado contra todas las naciones”. “Sobre los malos hará llover calamidades; fuego, azufre y viento abrasador será la porción del cáliz de ellos” (Isaías 34:2; Salmo 11:6). Desciende fuego de Dios desde el cielo. La Tierra es quebrantada. Llamas devoradoras surgen por todas partes de grietas amenazantes. Las mismas rocas están en llamas. Los elementos se funden con el intenso calor, y también la Tierra, y las obras que en ellas están son quemadas (ver 2 S. Pedro 3:10). La superficie de la Tierra parece una masa derretida: un inmenso lago de fuego hirviente. “Es día de venganza de Jehová, año de retribuciones en el pleito de Sion” (Isaías 34:8).
Los impíos son castigados de acuerdo con sus obras. A Satanás se lo hace sufrir no solamente por su propia rebelión, sino también por todos los pecados que ha hecho cometer al pueblo de Dios. En las llamas, los impíos son por fin destruidos, raíz y rama: Satanás, la raíz; sus seguidores, las ramas. La completa penalidad de la Ley se ha pagado; las demandas de la justicia se han cumplido. La obra satánica de ruina ha terminado para siempre. Ahora las criaturas de Dios son liberadas para siempre de sus tentaciones.
Mientras la Tierra se halla envuelta en fuego, los justos moran con seguridad en la Ciudad Santa. En tanto que Dios es fuego consumidor para el malvado, es un escudo para su pueblo (ver Apocalipsis 20:6; Salmo 84:11). “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron” (Apocalipsis 21:1). El fuego que consume a los malos purifica la Tierra. Desaparece todo resto de maldición. Ningún infierno que arda perpetuamente recordará a los redimidos las terribles consecuencias del pecado.
Recordativos de la crucifixión-
Permanece un solo recordativo: nuestro Redentor llevará para siempre las marcas de la crucifixión, los únicos rastros de la obra cruel hecha por el pecado. Durante las edades eternas, las cicatrices del Calvario mostrarán su alabanza y declararán su poder.
Cristo les aseguró a sus discípulos que él iba a preparar mansiones para ellos en la casa del Padre. El lenguaje humano es inadecuado para describir la recompensa de los justos. La conocerán solamente los que la contemplen. ¡Ninguna mente finita puede comprender la gloria del paraíso de Dios!
En la Biblia se da el nombre de patria a la herencia de los salvados (ver Hebreos 11:14-16). Allí, el Pastor del cielo conduce a su rebaño a fuentes de aguas vivas. Allí hay corrientes que fluyen eternamente, claras como el cristal, y sobre sus márgenes se mecen árboles que arrojan su sombra sobre los senderos preparados para los redimidos del Señor. Amplias llanuras alternan con colinas de belleza, y las montañas de Dios elevan sus cumbres majestuosas. En esa pacífica llanura, junto a estas corrientes vivas, los hijos de Dios, por tanto tiempo peregrinos y advenedizos, encontrarán su patria.
“Edificarán casa, y morarán en ellas; plantarán viñas, y comerán el fruto de ellas. No edificarán para que otro habite, ni plantarán para que otro coma... mis escogidos disfrutarán la obra de sus manos”. Allí “se alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se gozará y florecerá como la rosa”. “Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará... y un niño los pastoreará... No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte” (Isaías 65:21, 22; 35:1; 11:6, 9).
El dolor no puede existir en el cielo. No habrá más lágrimas, ni cortejos fúnebres. “Ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron”. “No dirá el morador: estoy enfermo; al pueblo que more en ella le será perdonada la iniquidad” (Apocalipsis 21:4; Isaías 33:24).
Allí está la Nueva Jerusalén, la metrópoli de la Tierra Nueva glorificada. “Su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal... Las naciones que hubieren sido salvas andarán a la luz de ella; y los reyes de la tierra traerán su gloria y honor a ella... He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Apocalipsis 21:11, 24, 3).
En la Ciudad de Dios “no habrá... más noche” (Apocalipsis 22:5). No habrá cansancio. Siempre sentiremos la frescura de la mañana, la cual nunca llegará a su fin. La luz del sol será sobrepasada por un fulgor que, sin deslumbrar la vista, superará en forma inmensurable a la claridad del mediodía. Los redimidos caminarán en la gloria del día eterno.
“No vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero” (Apocalipsis 21:22). El pueblo de Dios tiene el privilegio de mantener una comunión abierta con el Padre y con el Hijo. Ahora contemplamos la imagen de Dios como en un espejo, pero entonces lo veremos cara a cara, sin ningún velo que lo oculte.
El triunfo del amor de Dios -
Allí, el amor y la simpatía que Dios mismo ha implantado en el alma encontrarán su expresión más genuina y más dulce. La comunión pura con los seres santos y los fieles de todas las edades, los lazos sagrados que unen a toda la “familia en los cielos y en la tierra” (Efesios 3:15); esto ayudará a construir la felicidad de los redimidos.
Allí, mentes inmortales contemplarán con delicia incesante las maravillas del poder creador, los misterios del amor redentor. Toda facultad será desarrollada; toda capacidad, acrecentada. La adquisición de conocimientos no abrumará las energías. Las mayores empresas se llevarán a cabo, las más altas aspiraciones se alcanzarán, las más elevadas ambiciones se realizarán. Y aún surgirán nuevas alturas que alcanzar, nuevas maravillas que admirar, nuevas verdades que comprender, nuevos objetos que desafiarán las facultades de la mente, del alma y del cuerpo.
Todos los tesoros del universo estarán abiertos a los redimidos de Dios. Libres de la mortalidad, emprenden un vuelo incansable hacia los mundos lejanos. Los hijos de la Tierra entran en el gozo y la sabiduría de los seres no caídos, y comparten los tesoros de conocimiento obtenidos a través de muchas edades. Con visión clarísima, contemplan la gloria de la creación: soles, estrellas y sistemas, todos marchando en el orden señalado en torno al Trono de la Deidad.
Y, a medida que los años de la eternidad transcurran, traerán nuevas y más gloriosas revelaciones de Dios y de Cristo. Cuanto más conozcan los hombres acerca de Dios, mayor será su admiración por su carácter. Cuando Jesús abra delante de ellos las riquezas de la redención y les revele los hechos asombrosos del gran conflicto con Satanás, el corazón de los redimidos se estremecerá con devoción, y miles y miles de voces se unirán para engrosar el majestuoso coro de alabanza.
“Y a todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 5:13).
El gran conflicto ha terminado. Ya no existen ni pecado ni pecadores. El universo entero está limpio. Una sola pulsación de armonía y alegría late en la vasta creación. De aquel que lo creó todo fluyen vida y luz y alegría que recorren los espacios ilimitados. Desde el átomo más insignificante hasta el mayor de los mundos, todas las cosas animadas e inanimadas, con su belleza sin mácula y con gozo perfecto, declaran que Dios es amor.
E.G.W.
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