DURANTE los intervalos que transcurrían entre sus viajes de un
lugar a otro, Jesús moraba en Capernaúm, y esta localidad llegó a ser conocida
como "su ciudad." Estaba a orillas del mar de Galilea, y cerca de los confines
de la hermosa llanura de Genesaret, si no en realidad sobre ella.
La
profunda depresión del lago da a la llanura que rodea sus orillas el agradable
clima del sur. Allí prosperaban en los días de Cristo la palmera y el olivo;
había huertos y viñedos, campos verdes y abundancia de flores para matizarlos
alegremente, todo regado por arroyos cristalinos que brotaban de las peñas. Las
orillas del lago y los collados que lo rodeaban a corta distancia, estaban
tachonados de aldeas y pueblos. El lago estaba cubierto de barcos pesqueros. Por
todas partes, se notaba la agitación de una vida activa.
Capernaúm misma
se prestaba muy bien para ser el centro de la obra del Salvador. Como se
encontraba sobre el camino de Damasco a Jerusalén y Egipto y al mar
Mediterráneo, era un punto de mucho tránsito. Gente de muchos países pasaba por
la ciudad, o quedaba allí a descansar en sus viajes de un punto a otro. Allí
Jesús podía encontrarse con representantes de todas las naciones y de todas las
clases sociales, tanto ricos y encumbrados, como pobres y humildes, y sus
lecciones serían llevadas a otras naciones y a muchas familias. Así se
fomentaría la investigación de las profecías, la atención sería atraída al
Salvador, y su misión sería presentada al mundo.
A pesar de la acción del
Sanedrín contra Jesús, la gente esperaba ávidamente el desarrollo de su misión.
Todo el cielo estaba conmovido de interés. Los ángeles estaban preparando el
terreno para su ministerio, obrando en los corazones humanos y atrayéndolos al
Salvador.
En Capernaúm, el hijo del noble a quien Cristo había sanado era
un testigo de su poder. Y el oficial de la corte y 218 su familia testificaban
gozosamente de su fe. Cuando se supo que el Maestro mismo estaba allí, toda la
ciudad se conmovió. Multitudes acudieron a su presencia. El sábado, la gente
llenó la sinagoga a tal punto que muchos no pudieron entrar.
Todos los
que oían al Salvador "se maravillaban de su doctrina, porque su palabra era con
potestad." "Porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los
escribas.' La enseñanza de los escribas y ancianos era fría y formalista, como
una lección aprendida de memoria. Para ellos, la Palabra de Dios no tenía poder
vital. Habían substituido sus enseñanzas por sus propias ideas y tradiciones. En
la rutina de las ceremonias profesaban explicar la ley, pero ninguna inspiración
de Dios conmovía su corazón ni el de sus oyentes.
Jesús no tenía nada que
ver con los diversos temas de disensión entre los judíos. Su obra era presentar
la verdad. Sus palabras derramaban raudales de luz sobre las enseñanzas de los
patriarcas y profetas, y presentaban las Escrituras a los hombres como una nueva
revelación. Nunca habían percibido sus oyentes tan profundo significado en la
Palabra de Dios. Jesús se encontraba con la gente en su propio terreno, como
quien está familiarizado con sus perplejidades. Hacía hermosa la verdad
presentándola de la manera más directa y sencilla. Su lenguaje era puro,
refinado y claro como un arroyo cristalino. Su hablar era como música para los
que habían escuchado las voces monótonas de los rabinos. Pero aunque su
enseñanza era sencilla, hablaba como persona investida de autoridad. Esta
característica ponía su enseñanza en contraste con la de todos los demás. Los
rabinos hablaban con duda y vacilación, como si se pudiese entender que las
Escrituras tenían un significado u otro exactamente opuesto. Los oyentes estaban
diariamente envueltos en mayor incertidumbre. Pero al enseñar, Jesús presentaba
las Escrituras como autoridad indudable. Cualquiera que fuese su tema, lo
exponía con poder, con palabras incontrovertibles.
Sin embargo, era
ferviente más bien que vehemente. Hablaba como quien tenía un propósito definido
que cumplir. Presentaba a la vista las realidades del mundo eterno. En todo
tema, revelaba a Dios. Jesús procuraba romper el ensalmo de la infatuación que
mantiene a los hombres absortos en las 219 cosas terrenales. Ponía las cosas de
esta vida en su verdadera relación, como subordinadas a las de interés eterno,
pero no ignoraba su importancia. Enseñaba que el cielo y la tierra están
vinculados, y que un conocimiento de la verdad divina prepara a los hombres para
cumplir mejor los deberes de la vida diaria. Hablaba como quien está
familiarizado con el cielo, consciente de su relación con Dios, aunque
reconociendo su unidad con cada miembro de la familia humana.
Variaba
sus mensajes de misericordia para adaptarlos a su auditorio. Sabía "hablar en
sazón palabra al cansado" porque la gracia se derramaba de sus labios, a fin de
inculcar a los hombres los tesoros de la verdad de la manera más atrayente.
Tenía tacto para tratar con los espíritus llenos de prejuicios, y los sorprendía
con ilustraciones que conquistaban su atención. Mediante la imaginación, llegaba
al corazón. Sacaba sus ilustraciones de las cosas de la vida diaria, y aunque
eran sencillas, tenían una admirable profundidad de significado. Las aves del
aire, los lirios del campo, la semilla, el pastor y las ovejas, eran objetos con
los cuales Cristo ilustraba la verdad inmortal; y desde entonces, siempre que
sus oyentes veían estas cosas de la naturaleza, recordaban sus palabras. Las
ilustraciones de Cristo repetían constantemente sus lecciones.
Cristo
nunca adulaba a los hombres. Nunca dijo algo que pudiese exaltar su fantasía e
imaginación, ni los alababa por sus hábiles invenciones; pero los pensadores
profundos y sin prejuicios recibían su enseñanza, y hallaban que probaba su
sabiduría. Se maravillaban por la verdad espiritual expresada en el lenguaje más
sencillo. Los más educados quedaban encantados con sus palabras, y los indoctos
obtenían siempre provecho. Tenía un mensaje para los analfabetos, y hacía
comprender aun a los paganos que tenía un mensaje para ellos.
Su tierna
compasión caía con un toque sanador sobre los corazones cansados y atribulados.
Aun en medio de la turbulencia de enemigos airados, estaba rodeado por una
atmósfera de paz. La hermosura de su rostro, la amabilidad de su carácter, sobre
todo el amor expresado en su mirada y su tono, atraían a él a todos aquellos que
no estaban endurecidos por la incredulidad. De no haber sido por el espíritu
suave y lleno de simpatía que se manifestaba en todas sus miradas y 220
palabras, no habría atraído las grandes congregaciones que atraía. Los afligidos
que venían a él sentían que vinculaba su interés con los suyos como un amigo
fiel y tierno, y deseaban conocer más de las verdades que enseñaba. El cielo se
acercaba. Ellos anhelaban permanecer en su presencia, y que pudiese acompañarlos
de continuo el consuelo de su amor.
Jesús vigilaba con profundo fervor
los cambios que se veían en los rostros de sus oyentes. Los que expresaban
interés y placer le causaban gran satisfacción. A medida que las saetas de la
verdad penetraban hasta el alma a través de las barreras del egoísmo, y obraban
contrición y finalmente gratitud, el Salvador se alegraba. Cuando su ojo
recorría la muchedumbre de oyentes y reconocía entre ellos rostros que había
visto antes, su semblante se iluminaba de gozo. Veía en ellos promisorios
súbditos para su reino. Cuando la verdad, claramente pronunciada, tocaba algún
ídolo acariciado, notaba el cambio en el semblante, la mirada fría y el ceño que
le decían que la luz no era bienvenida. Cuando veía a los hombres rechazar el
mensaje de paz, su corazón se transía de dolor.
Mientras estaba Jesús en
la sinagoga, hablando del reino que había venido a establecer y de su misión de
libertar a los cautivos de Satanás, fue interrumpido por un grito de terror. Un
loco se lanzó hacia adelante de entre la gente, clamando: "Déjanos, ¿qué tenemos
contigo, Jesús Nazareno? ¿has venido a destruirnos ? Yo te conozco quién eres,
el Santo de Dios."
Todo quedó entonces en confusión y alarma. La atención
se desvió de Cristo, y la gente ya no oyó sus palabras. Tal era el propósito de
Satanás al conducir a su víctima a la sinagoga. Pero Jesús reprendió al demonio
diciendo: "Enmudece, y sal de él. Entonces el demonio, derribándole en medio,
salió de él, y no le hizo daño alguno."
La mente de este pobre doliente
había sido obscurecida por Satanás, pero en presencia del Salvador un rayo de
luz había atravesado las tinieblas. Se sintió incitado a desear estar libre del
dominio de Satanás; pero el demonio resistió al poder de Cristo. Cuando el
hombre trató de pedir auxilio a Jesús, el mal espíritu puso en su boca las
palabras, y el endemoniado clamó con la agonía del temor. Comprendía
parcialmente que se hallaba en presencia de Uno que podía librarle; pero cuando
221 trató de ponerse al alcance de esa mano poderosa, otra voluntad le retuvo;
las palabras de otro fueron pronunciadas por su medio. Era terrible el conflicto
entre el poder de Satanás y su propio deseo de libertad.
Aquel que había
vencido a Satanás en el desierto de la tentación, se volvía a encontrar frente a
frente con su enemigo. El diablo ejercía todo su poder para conservar el dominio
sobre su víctima. Perder terreno, sería dar una victoria a Jesús. Parecía que el
torturado iba a fallecer en la lucha con el enemigo que había arruinado su
virilidad. Pero el Salvador habló con autoridad, y libertó al cautivo. El hombre
que había sido poseído permanecía delante de la gente admirada, feliz en la
libertad de su dominio propio. Aun el demonio había testificado del poder divino
del Salvador.
El hombre alabó a Dios por su liberación. Los ojos que
hacía poco despedían fulgores de locura brillaban ahora de inteligencia, y de
ellos caían lágrimas de agradecimiento. La gente estaba muda de asombro. Tan
pronto como recuperaron el habla, se dijeron unos a otros: "¿Qué palabra es
ésta, que con autoridad y potencia manda a los espíritus inmundos, y
salen?"
La causa secreta de la aflicción que había hecho de este hombre
un espectáculo terrible para sus amigos y una carga para sí mismo, estribaba en
su propia vida. Había sido fascinado por los placeres del pecado, y había
querido hacer de su vida una gran diversión. No pensaba llegar a ser un terror
para el mundo y un oprobio para su familia. Había creído que podía dedicar su
tiempo a locuras inocentes. Pero una vez encaminado hacia abajo, sus pies
descendieron rápidamente. La intemperancia y la frivolidad pervirtieron los
nobles atributos de su naturaleza, y Satanás llegó a dominarlo en
absoluto.
El remordimiento vino demasiado tarde. Cuando quiso sacrificar
las riquezas y los placeres para recuperar su virilidad perdida, ya se hallaba
impotente en las garras del maligno. Se había colocado en el terreno del
enemigo, y Satanás se había posesionado de todas sus facultades. El tentador le
había engañado con sus muchas seducciones encantadoras; pero una vez que el
pobre hombre estuvo en su poder, el enemigo se hizo inexorable en su crueldad, y
terrible en sus airadas visitas. Así sucederá con todos los que se entreguen al
mal; el placer 222 fascinante de los comienzos termina en las tinieblas de la
desesperación o la locura de un alma arruinada.
El mismo mal espíritu que
tentó a Cristo en el desierto y que poseía al endemoniado de Capernaúm dominaba
a los judíos incrédulos. Pero con ellos asumía un aire de piedad, tratando de
engañarlos en cuanto a sus motivos para rechazar al Salvador. Su condición era
más desesperada que la del endemoniado; porque no sentían necesidad de Cristo, y
por lo tanto estaban sometidos al poder de Satanás.
El período del
ministerio personal de Cristo entre los hombres fue el tiempo de mayor actividad
para las fuerzas del reino de las tinieblas. Durante siglos, Satanás y sus malos
ángeles habían procurado dominar los cuerpos y las almas de los hombres,
imponiéndoles el pecado y el sufrimiento; y acusando luego a Dios de causar toda
esa miseria. Jesús estaba revelando a los hombres el carácter de Dios. Estaba
quebrantando el poder de Satanás y libertando sus cautivos. Una nueva vida y el
amor y poder del cielo estaban obrando en los corazones de los hombres y el
príncipe del mal se había levantado para contender por la supremacía de su
reino. Satanás había reunido todas sus fuerzas y a cada paso se oponía a la obra
de Cristo.
Así sucederá en el gran conflicto final de la lucha entre la
justicia y el pecado. Mientras bajan de lo alto nueva vida, luz y poder sobre
los discípulos de Cristo, una nueva vida surge de abajo y da energía a los
agentes de Satanás. Cierta intensidad se está apoderando de todos los elementos
terrenos. Con una sutileza adquirida durante siglos de conflicto, el príncipe
del mal obra disfrazado. Viene como ángel de luz, y las multitudes escuchan "a
espíritus de error y a doctrinas de demonios."
En los días de Cristo, los
dirigentes y maestros de Israel no podían resistir la obra de Satanás. Estaban
descuidando el único medio por el cual podrían haber resistido a los malos
espíritus. Fue por la Palabra de Dios como Cristo venció al maligno. Los
dirigentes de Israel profesaban exponer la Palabra de Dios, pero la habían
estudiado sólo para sostener sus tradiciones e imponer sus observancias humanas.
Por su interpretación, le hacían expresar sentidos que Dios no le había dado.
Sus explicaciones místicas hacían confuso lo que él había hecho claro. Discutían
insignificantes detalles técnicos, y 223 negaban prácticamente las verdades más
esenciales. Así se propalaba la incredulidad. La Palabra de Dios era despojada
de su poder, y los malos espíritus realizaban su voluntad.
La historia se
repite. Con la Biblia abierta delante de sí y profesando reverenciar sus
enseñanzas, muchos de los dirigentes religiosos de nuestro tiempo están
destruyendo la fe en ella como Palabra de Dios. Se ocupan en disecarla y dan más
autoridad a sus propias opiniones que a las frases más claras de esa Palabra de
Dios, que pierde en sus manos su poder regenerador. Esta es la razón por la cual
la incredulidad se desborda y la iniquidad abunda.
Una vez que Satanás ha
minado la fe en la Biblia, conduce a los hombres a otras fuentes en busca de luz
y poder. Así se insinúa. Los que se apartan de la clara enseñanza de las
Escrituras y del poder convincente del Espíritu Santo de Dios, están invitando
el dominio de los demonios. Las críticas y especulaciones acerca de las
Escrituras han abierto la puerta al espiritismo y la teosofía -formas modernas
del antiguo paganismo- para que penetren aun en las iglesias que profesan
pertenecer a nuestro Señor Jesucristo.
Al par que se predica el
Evangelio, hay agentes que trabajan y que no son sino intermediarios de los
espíritus mentirosos. Muchos tratan con ellos por simple curiosidad, pero al ver
pruebas de que obra un poder más que humano, quedan cada vez más seducidos hasta
que llegan a estar dominados por una voluntad más fuerte que la suya. No pueden
escapar de este poder misterioso.
Las defensas de su alma quedan
derribadas. No tienen vallas contra el pecado. Nadie sabe hasta qué abismos de
degradación puede llegar a hundirse una vez que rechazó las restricciones de la
Palabra de Dios y de su Espíritu. Un pecado secreto o una pasión dominante puede
mantener a un cautivo tan impotente como el endemoniado de Capernaúm. Sin
embargo, su condición no es desesperada.
El medio por el cual se puede
vencer al maligno, es aquel por el cual Cristo venció: el poder de la Palabra.
Dios no domina nuestra mente sin nuestro consentimiento; pero si deseamos
conocer y hacer su voluntad, se nos dirige su promesa: "Conoceréis la verdad, y
la verdad os hará libres." 224 "Si alguno quisiere hacer su voluntad, conocerá
de mi enseñanza." Apoyándose en estas promesas, cada uno puede quedar libre de
las trampas del error y del dominio del pecado.
Cada hombre está libre
para elegir el poder que quiera ver dominar sobre él. Nadie ha caído tan bajo,
nadie es tan vil que no pueda hallar liberación en Cristo. El endemoniado, en
lugar de oraciones, no podía sino pronunciar las palabras de Satanás; sin
embargo, la muda súplica de su corazón fue oída. Ningún clamor de un alma en
necesidad, aunque no llegue a expresarse en palabras, quedará sin ser oído. Los
que consienten en hacer pacto con el Dios del cielo, no serán abandonados al
poder de Satanás o a las flaquezas de su propia naturaleza. Son invitados por el
Salvador: "Echen mano . . . de mi fortaleza; y hagan paz conmigo. ¡Sí, que hagan
paz conmigo!" Los espíritus de las tinieblas contenderán por el alma que una vez
estuvo bajo su dominio. Pero los ángeles de Dios lucharán por esa alma con una
potencia que prevalecerá. El Señor dice: "¿Será quitada la presa al valiente? o
¿libertaráse la cautividad legítima? Así empero dice Jehová: Cierto, la
cautividad será quitada al valiente, y la presa del robusto será librada; y tu
pleito yo lo pleitearé, y yo salvaré a tus hijos."
Mientras que la
congregación que se hallaba en la sinagoga permanecía muda de asombro, Jesús se
retiró a la casa de Pedro para descansar un poco. Pero allí también había caído
una sombra. La suegra de Pedro estaba enferma de una "grande fiebre." Jesús
reprendió la dolencia, y la enferma se levantó y atendió las necesidades del
Maestro y sus discípulos.
Las noticias de la obra de Cristo cundieron
rápidamente por todo Capernaúm. Por temor a los rabinos, el pueblo no se atrevía
a buscar curación durante el sábado; pero apenas hubo desaparecido el sol en el
horizonte, se produjo una gran conmoción. De las casas, los talleres y las
plazas, los habitantes de la ciudad se dirigieron hacia la humilde morada que
albergaba a Jesús. Los enfermos eran traídos en sus camas; venían apoyándose en
bastones o sostenidos por amigos; y se acercaban tambaleantes y débiles a la
presencia del Salvador.
Durante horas y horas, llegaban y se iban; porque
nadie sabía si al día siguiente encontrarían al Médico todavía entre ellos.
Nunca antes había presenciado Capernaúm un día como 225 ése. Llenaban el aire
las voces de triunfo y de liberación. El Salvador se regocijaba por la alegría
que había despertado. Mientras presenciaba los sufrimientos de aquellos que
habían acudido a él, su corazón se conmovía de simpatía y se regocijaba en su
poder de devolverles la salud y la felicidad.
Jesús no cesó de trabajar
hasta que el último doliente hubo quedado aliviado. Ya era muy avanzada la noche
cuando la muchedumbre se fue, y el silencio descendió sobre el hogar de Simón.
Había terminado el largo día lleno de excitación, y Jesús buscó descanso. Pero
mientras la ciudad estaba aún envuelta por el sueño, el Salvador "levantándose
muy de mañana, aun muy de noche, salió y se fue a un lugar desierto, y allí
oraba.
Así transcurrían los días de la vida terrenal de Jesús. A menudo
despedía a sus discípulos para que visitaran sus hogares y descansasen, pero
resistía amablemente a sus esfuerzos de apartarle de sus labores. Durante todo
el día, trabajaba enseñando a los ignorantes, sanando a los enfermos, dando
vista a los ciegos, alimentando a la muchedumbre; y al anochecer o por la mañana
temprano, se dirigía al santuario de las montañas, para estar en comunión con su
Padre. Muchas veces pasaba toda la noche en oración y meditación, y volvía al
amanecer para reanudar su trabajo entre la gente.
Temprano por la mañana,
Pedro y sus compañeros vinieron a Jesús diciendo que ya le estaba buscando el
pueblo de Capernaúm. Los discípulos habían quedado amargamente chasqueados por
la recepción que Cristo había encontrado hasta entonces. Las autoridades de
Jerusalén estaban tratando de asesinarle; aun sus conciudadanos habían procurado
quitarle la vida; pero en Capernaúm se le recibía con gozoso entusiasmo, y las
esperanzas de los discípulos se reanimaron. Tal vez que entre los galileos
amantes de la libertad se hallaban los sostenedores del nuevo reino. Pero con
sorpresa oyeron a Cristo decir estas palabras: "También a otras ciudades es
necesario que anuncie el evangelio del reino de Dios; porque para esto soy
enviado."
En la agitación que dominaba en Capernaúm, había peligro de que
se perdiese de vista el objeto de su misión. Jesús no se sentía satisfecho
atrayendo la atención a sí mismo como 226 taumaturgo o sanador de enfermedades
físicas. Quería atraer a los hombres a sí como su Salvador. Y mientras la gente
quería anhelosamente creer que había venido como rey, a fin de establecer un
reino terrenal, él deseaba desviar su mente de lo terrenal a lo espiritual. El
mero éxito mundanal estorbaría su obra.
Y la admiración de la muchedumbre
negligente contrariaba su espíritu. En su vida no cabía manifestación alguna de
amor propio. El homenaje que el mundo tributa al encumbramiento, las riquezas o
el talento, era extraño para el Hijo del hombre. Jesús no empleó ninguno de los
medios que los hombres emplean para obtener la lealtad y el homenaje de los
demás. Siglos antes de su nacimiento, había sido profetizado acerca de él: "No
clamará, ni alzará, ni hará oír su voz en las plazas. No quebrará la caña
cascada, ni apagará el pábilo que humeare: sacará el juicio a verdad. No se
cansará, ni desmayará, hasta que ponga en la tierra juicio."
Los
fariseos procuraban distinguirse por su ceremonial escrupuloso y la ostentación
de su culto y caridad. Mostraban su celo por la religión haciendo de ella un
tema de discusión. Las disputas entre las sectas opuestas eran vivas y largas, y
era frecuente oír en las calles voces de controversia airada entre sabios
doctores de la ley.
La vida de Jesús ofrecía un marcado contraste con
todo esto. En ella no había disputas ruidosas, ni cultos ostensivos, ni acto
alguno realizado para obtener aplausos. Cristo se ocultaba en Dios, y Dios era
revelado en el carácter de su Hijo. A esta revelación deseaba Jesús que fuese
atraída la atención de la gente, y tributado su homenaje.
El Sol de
justicia no apareció sobre el mundo en su esplendor, para deslumbrar los
sentidos con su gloria. Escrito está de Cristo: "Como el alba está aparejada su
salida." Tranquila y suavemente la luz del día amanece sobre la tierra,
despejando las sombras de las tinieblas y despertando el mundo a la vida. Así
salió el Sol de justicia "trayendo salud eterna en sus alas." 227
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