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10 EL FUEGO DEL INFIERNO | La vida eterna: La muerte y la esperanza futura - Libro complementario


Capítulo 10

EL FUEGO DEL INFIERNO

Los predicadores y autores cristianos han descrito siempre al infierno de las formas más drásticas que la imaginación pueda producir. El 8 de julio de 1741, por ejemplo, Jonathan Edwards (1703-1758), un influyente teólogo congregacionalista estadounidense, atemorizó a su audiencia en Enfield, Connecticut, con su famoso sermón: "Pecadores en manos de un Dios enojado". Declaró abiertamente que en cualquier momento sus oyentes impenitentes podrían ser tragados por "las llamas resplandecientes de la ira de Dios" y sufrir incesantemente en el infierno durante "millones de millones de años".1 Sus oyentes, obviamente, suplicaron tan fuertemente por la misericordia de Dios, que Edwards no pudo terminar el sermón.

Sin duda, no todos los sermones sobre el infierno son tan aterradores e influyentes como el de Edwards, pero incluso cuando se presenta en términos más eufertiísticos, la noción de un infierno que arde por siempre lleva a muchas personas a preguntarse sobre su origen y lo que dice la Biblia al respecto. Este capítulo trata brevemente las opiniones populares sobre un infierno eterno y un purgatorio purificador, seguido de algunos comentarios bíblicos sobre estos temas.

Un infierno que arde eternamente

La mayoría de los cristianos que aceptan la inmortalidad natural del alma también creen que cuando un impío muere, su alma incorpórea viaja directamente a un infierno que arde eternamente, donde será torturada para siempre. En su libro Escatología: La muerte y la vida eterna, Joseph Ratzinger (Papa Emérito Benedicto XVI) reconoce que la existencia de un infierno con castigos eternos "choca con todas nuestras ideas de Dios y del hombre, de modo que su aceptación no pudo realizarse sin grandes conmociones". Aun así, afirmó que este dogma está fuertemente enraizado "tanto en la doctrina de Jesús [...] como en los escritos apostólicos".2

La noción de un infierno que arde eternamente sigue muy viva. El catecismo de la Iglesia Católica (aprobado y promulgado en 1997) afirma que "la enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte, y allí sufren las penas del infierno, 'el fuego eterno' ",3 Esta doctrina también la mantienen la mayoría de las iglesias protestantes y evangélicas. Pero ¿está "fuertemente enraizado" este dogma en las enseñanzas de Cristo y los apóstoles, como afirman Ratzinger y otros líderes cristianos?

Samuele Bacchiocchi y Edward W. Fudge han demostrado que la noción de un infierno que arde eternamente es de origen pagano y no tiene sustento bíblico.4 En 1973, el sacerdote franciscano Leonardo Boff admitió irónicamente: "Si pudiera, anunciaría esta noticia: el infierno es un invento de los sacerdotes para someter a las personas [...] pero no puedo".5 En su libro ¿Qué es el infierno?, Jeremy D. Myers afirma que muchas de las historias medievales sobre el Infierno "se inspiraron en gran medida en los relatos violentos de la mitología griega antigua y el paganismo del norte de Europa" Declara:

En realidad, no es tan sorprendente que la teología cristiana del infierno incorpore tantas imágenes y enseñanzas de los mitos griegos y de la cultura pagana, ya que luego de que Constantino legalizó el cristianismo en el año 312 d.C., este matrimonio entre la teología y la práctica cristiana y no cristiana permeó casi todos los aspectos del cristianismo. Desde el clero y las iglesias hasta las festividades y los rituales, el cristianismo adoptó gran parte de las historias, la cultura y las tradiciones que antes se consideraban "no cristianas". Así que, con la doctrina del infierno no fue diferente. Muy pocas de las imágenes del infierno con las que estamos familiarizados provienen de las Escrituras. La gran mayoría fue tomada de fuentes no bíblicas.6

Robin L. Fox explica que "así como un seguidor de Platón, como Plutarco, podía escribir libremente sobre los terrores del inframundo como un 'mito mejorado', Orígenes propuso que los terrores literales del infierno eran falsos, pero que se debían promover para asustar los creyentes más simples".7 De esta forma, muchos mártires cristianos de los siglos II y III d.C. encontraron seguridad personal y experimentaron sentimientos de "santa venganza" al advertir a sus oyentes y amenazar a sus torturadores paganos con los terrores del infierno. De hecho, la imagen de un infierno que arde eternamente ayudó a la Iglesia Católica a retener a sus creyentes y a convertir a muchos paganos asustados.

Del purgatorio al paraíso

Estrechamente ligada a la noción de un infierno que arde eternamente está la doctrina católica romana del purgatorio, que, según la vigésimo quinta sesión del Concilio de Trento (1545-1563), debe ser "creída, mantenida, enseñada y en todas partes predicada por los fieles de Cristo".8 El catecismo del Concilio de Trento (publicado originalmente en 1566) confirmó la supuesta existencia del "fuego del purgatorio, en el cual las almas de los justos son limpiadas por medio de un castigo temporal, para ser admitidos en su patria eterna".9 Para Joseph Ratzinger, "el Nuevo Testamento no desarrolló totalmente la cuestión de la 'situación intermedia' entre la muerte y la resurrección, sino que la dejó abierta"10 para que la Iglesia Católica Romana desarrollara esta doctrina.11

En realidad, la doctrina del purgatorio combinó el ritual pagano de orar por los muertos, ya practicado por algunos judíos durante el período intertestamentario (2 Macabeos 12:38-45), con algunos componentes fundamentales de la mitología griega sobre el más allá. En el Fedón de Platón, Sócrates describe el supuesto juicio de las almas de los que mueren y su posterior viaje al inframundo. Todos aquellos que son "irremediables a causa de la magnitud de sus crímenes" son condenados al temible Tártaro, de donde nunca saldrán. Aquellos que "se distinguieron por su santo vivir", especialmente "los que se han purificado suficientemente en el ejercicio de la filosofía [...] van a parar a las moradas más bellas". Pero las almas de los que vivieron indiferentes viajan por el Aqueronte (un río griego representado como uno de los cinco ríos del inframundo) hasta la laguna Aquerusíade (varios pantanos que se creía que estaban conectados con el inframundo), donde "habitan purificándose y pagando las penas de sus delitos, si es que han cometido alguno, y son absueltos". Las similitudes entre este mito y la doctrina católica romana del purgatorio no son meras coincidencias, sino más bien la clara dependencia de esta última del primero.

Alice K. Turner señala que "el purgatorio le dio a la iglesia, tan poderosa en todos los aspectos de la vida medieval, nuevos poderes que se extendieron más allá de la tumba".12 Se creía ampliamente que casi todos, excepto los mártires y los santos, pasarían por el fuego purificador del purgatorio. Pero los sufrimientos de las almas que estaban allí se podían reducir por la penitencia de los que estaban vivos, quienes también ofrecían oraciones y daban las ofrendas adecuadas de dinero o pertenencias a la iglesia en nombre de esas almas. El vendedor alemán de indulgencias más famoso fue el fraile dominico Johann Tetzel, el cual usaba estrategias radicales para convencer a las feligresas de que compraran la liberación de las almas de sus seres queridos fallecidos. Audazmente prometía: "Tan pronto como suelta la moneda en el cofre, el alma sale del purgatorio".13

Desde los primeros días de su misión reformadora, Martín Lutero luchó contra tales prácticas. En una conferencia que dio en 1545 (pocos meses antes de su muerte), afirmó: "Del purgatorio no hay mención en las Sagradas Escrituras; es una mentira del diablo para que los papistas tengan algunos días de mercado y trampas para obtener dinero".14 En 1529, el abogado inglés Simón Fish (fallecido en 1531) afirmó categóricamente:

Si [...] el papa con sus perdones a cambio de dinero puede liberar un alma de aquí, también la puede liberar sin dinero; si puede liberar a uno, puede liberar a mil; si puede liberar a mil, puede liberarlos a todos, y así destruir el purgatorio. Por lo tanto, es un tirano cruel sin ninguna piedad si los mantiene allí aprisionados y sufriendo solo a cambio de dinero.15

Despojado de muchas de sus horrendas representaciones medievales, el dogma del purgatorio aún se conserva en el Catecismo de la Iglesia Católica (1997) como un lugar de fuego purificador para "todos los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero [están] imperfectamente purificados".16 Cabe señalar que, si bien los protestantes y los evangélicos aún conservan el dogma católico romano del infierno, rechazan la idea del purgatorio.

Implicaciones bíblicas

Los cristianos que creen en la teoría de la inmortalidad natural del alma definen el paraíso y el infierno como lugares específicos ya habitados por innumerables almas desencarnadas. Pero ¿qué implicaciones tiene este punto de vista inmortalista en la escatología bíblica?

Primero, las nociones de un infierno que arde eternamente y un paraíso lleno de almas incorpóreas se basan en la teoría filosófica griega de la inmortalidad natural del alma, y no en la enseñanza bíblica de la inmortalidad condicional del ser humano. La Biblia afirma que la inmortalidad es un don de Dios que se concederá en la Segunda Venida a los que están en Cristo (1 Cor. 15:51-55; 1 Juan 5:11, 12), y que todos los impíos finalmente serán destruidos, dejándolos sin "raíz ni rama" (Mal. 4:1). Esto significa que no hay un infierno que arderá para siempre, como se evidencia en algunas ciudades antiguas que se utilizaron como ejemplos de "fuego eterno" pero que ya no arden (Isa. 34:10; Jud. 7).

En segundo lugar, la teoría de la inmortalidad natural del alma nos dice que la recompensa final de los justos y el castigo final de los malvados se reciben inmediatamente después de la muerte. En contraste, Jesús se refirió a los muertos como si todavía estuvieran en los sepulcros, no en el paraíso ni en el infierno, y que llegará el momento en que "oirán su voz; y los que hicieron lo bueno saldrán a resurrección de vida; pero los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación" (Juan 5:28, 29). El apóstol Pablo dio a entender claramente que tanto él como todos los demás santos recibirán sus recompensas solo en la segunda venida de Cristo (2 Tim. 4:8). Asimismo, Satanás, sus ángeles y todos los impíos serán lanzados "al lago de fuego" recién después del Juicio Final (Apoc. 20:15; cf. Jud. 6; Apoc. 20:7-14). ¿

Tercero, la teoría inmortalista implica que cada alma ya ha recibido su recompensa o castigo antes del Juicio Final, en el que se decidirá cada caso. Algunos han tratado de resolver este problema sugiriendo la existencia de un juicio individual inmediatamente después de la muerte. Pero si este es el caso, ¿para qué entonces habrá un juicio final de los muertos? Por el contrario, la Biblia afirma que los impíos serán castigados solo después de que sean juzgados "conforme a sus obras y conforme a lo que estaba anotado en los libros celestiales" (Apoc. 20:12, RVC), lo cual sucederá mil años después de la segunda venida de Jesús.

Cuarto, la creencia en la inmortalidad natural del alma hace que la resurrección final de los muertos no tenga sentido. Si las almas de los santos ya están en el paraíso y las almas de los impíos ya están en el infierno, ¿qué sentido tiene que regresen de sus destinos finales para luego volver a ellos de nuevo? Como bien argumenta Oscar Cullmann, el Nuevo Testamento enseña la resurrección final del ser humano, y no la inmortalidad natural del alma.17 En realidad, solo después de que los justos resuciten de entre los muertos se les otorgará el don de la inmortalidad (1 Cor. 15:51-55).

Quinto, la teoría inmortalista hace que todas las almas humanas sean naturalmente inmortales, incluidas las almas de los pecadores impenitentes. Si esta teoría es correcta, entonces tenemos que admitir que el pecado tuvo un principio, pero jamás tendrá un final, y en consecuencia, el bien y el mal tendrán que coexistir en el universo para siempre. Debemos recordar que, en la Biblia, las expresiones "eterno", "para siempre" y frases similares siempre dependen de aquello con lo que se relacionan. Dios es "eterno" en el sentido más completo: nunca hubo un momento en que no existiera y nunca habrá un momento en que dejará de existir (1 Tim. 6:15,16). Pero el fuego que consumirá a los impíos es "eterno" solo en el sentido de que no se apagará hasta que los destruya por completo y con consecuencias irreversibles, como bien lo ejemplifica el cese del fuego que destruyó a Sodoma y Gomorra (Jud. 6, 7).

Y, por último, la teoría de un infierno que arde eternamente, en el que las almas de todos los malvados serán castigadas por toda la eternidad, es totalmente desproporcionada con respecto a la corta duración de la vida de los seres humanos. Si nuestro amoroso Dios afirma: "Yo no quiero la muerte del que muere" (Eze. 18:32), ¿por qué permitiría que un adolescente impío, que murió a una edad temprana, fuera castigado eternamente en el infierno? Independientemente de toda la apologética que se pueda esgrimir, esta teoría no bíblica presenta la imagen de un dios sádico, completamente incompatible con el carácter amoroso y justo de Dios como se revela en las Escrituras.

Podemos estar seguros de que el fuego final consumirá a los malvados y purificará la Tierra. "Desaparece todo rastro de la maldición. Ningún infierno que arda eternamente recordará a los redimidos las terribles consecuencias del pecado".18 Dios no mantendrá una "colonia penal" en ninguna parte de la Tierra. El universo entero finalmente será restaurado a su armonía y perfección originales.

 

1  Jonathan Edwards, Sinners in the Hands ofan Angry God: A Sermón Preached at Enfield, July 8th, 1741 (Boston: S. Kneeland and T. Green, 1741), pp. 12, 21.

2  Joseph Ratzinger, Escatología: La muerte y la vida eterna, trad. Severiano Talavero Tovar, 3a ed. (Barcelona: Editorial Herder, 1992), p. 201.

3  Catecismo de la iglesia católica, segunda sección, "La profesión de la fe cristiana", tomado de: https://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p123a12_sp.html el 14 de abril de 2022.

4 1,3 Ver Samuele Bacchiocchi, Immortality or Resurrection? A Biblical Study on Human Nature and Destiny, Bíblica! Perspectives 13 (Berrien Springs, MI: Biblical Perspectives, 1997); Edward W. Fudge, The Fire That Consumes: A Biblical and Histórica,I Study ofthe Doctrine of Final Punishment, 3a ed. (Eugene, OR: Cascade, 2011).

5  Leonardo Boff, Vida Para Além da Morte: O presente: seu futuro, sua festa, sua contestagüo (Petrópolis, Rio de Janeiro, Brazil: Vozes, 1973), p. 88.

6  Jeremy D. Myers, "What Is Hell? The Truth About Hell and How to Avoid It", Christian Questions 4 (Dallas, OR: Redeeming Press, 2019), 54, 55.

7  Robin L. Fox, Pagans and Christians (Nueva York: Knopf, 1989), p. 327.

8  Cánones y decretos del Concilio de Trento, tomado de: http://www.clerus. org/bibliaclerusonline/es/fft.htm el 14 de abril de 2022.

9  The Catechism ofthe Council ofTrent, Published by Command ofPope Plus the Fifth, trad.J. Donovan (Baltimore, MD: Lucas Brothers, [1829]), p. 51, pt. 1, art. 5.2.

10 1,9 Ratzinger, p. 204.

11  Platón, "Fedón", en Diálogos III, trad. Carlos García Gual (Madrid: Editorial Gredos, 2008), tomado de: https://bit.ly/FedonPlatonTartaro, el!4 de abril de 2022.

12  Alice K. Turner, The History ofHell (Nueva York: Harcourt Brace, 1993), p. 132.

13  Roland H. Bainton, Here I Stand: A Ufe of Martin Luther (Nueva York: Meri-dian, 1995), p. 60.

14  Martín Lutero, Luther's Works, Lectures on Genesís: Chapters 45-50, ed. Jaroslav Pelikan (San Luís, MO: Concordia, 1966), t. 8, p. 316.

15  Simón Fish, A Supplication for the Beggars, ed. Edward Arber (Westminster: Archibald Constable, 1895), p. 10; publicado originalmente en 1529.

16  Catecismo de la iglesia católica, segunda sección, "La profesión de la fe cristiana", tomado de: https://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p123a12_sp.html el 14 de abril de 2022.

17  Oscar Cullmann, Immortaíity of the Soul or Resurrection of the Dead? The Witness ofthe New Testament (Londres: Epworth, 1964).

18  Elena de White, El conflicto de los siglos, p. 732.

 

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